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(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco ha rezado
este domingo el ángelus desde la el balcón de la logia central de la basílica
de San Pedro que da a la plaza donde unos 40 mil fieles y peregrinos le
esperaban. Antes de dar la bendición Urbi et Orbe, dirigió el tradicional
mensaje navideño, transmitido también a nivel mundial por las radios y
televisiones.
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Queridos hermanos y hermanas, feliz Navidad. Hoy la Iglesia
revive el asombro de la Virgen María, de san José y de los pastores de Belén,
contemplando al Niño que ha nacido y que está acostado en el pesebre: Jesús,
el Salvador.
En este día lleno de luz, resuena el anuncio del Profeta: «Un
niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y
es su nombre: Maravilla del Consejero, Dios guerrero, Padre perpetuo,
Príncipe de la paz» (Is 9, 5).
El poder de un Niño, Hijo de Dios y de María, no es el poder
de este mundo, basado en la fuerza y en la riqueza, es el poder del amor. Es
el poder que creó el cielo y la tierra, que da vida a cada criatura: a los
minerales, a las plantas, a los animales; es la fuerza que atrae al hombre y
a la mujer, y hace de ellos una sola carne, una sola existencia; es el poder
que regenera la vida, que perdona las culpas, reconcilia a los enemigos,
transforma el mal en bien.
Es el poder de Dios. Este poder del amor ha llevado a
Jesucristo a despojarse de su gloria y a hacerse hombre; y lo conducirá a dar
la vida en la cruz y a resucitar de entre los muertos. Es el poder del
servicio, que instaura en el mundo el reino de Dios, reino de justicia y de
paz. Por esto el nacimiento de Jesús está acompañado por el canto de los
ángeles que anuncian: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los
hombres que Dios ama» (Lc 2,14).
Hoy este anuncio recorre toda la tierra y quiere llegar a
todos los pueblos, especialmente los golpeados por la guerra y por conflictos
violentos, y que sienten fuertemente el deseo de la paz. Paz a los hombres y
a las mujeres de la martirizada Siria, donde demasiada sangre ha sido
derramada.
Sobre todo en la ciudad de Alepo, escenario, en las últimas
semanas, de una de las batallas más atroces, es muy urgente que se garanticen
asistencia y consolación a la extenuada población civil, respetando el
derecho humanitario.
Es hora de que las armas callen definitivamente y la comunidad
internacional se comprometa activamente para que se logre una solución
negociable y se restablezca la convivencia civil en el País.
Paz para las mujeres y para los hombres de la amada Tierra
Santa, elegida y predilecta por Dios. Que los Israelíes y los Palestinos
tengan la valentía y la determinación de escribir una nueva página de la
historia, en la que el odio y la venganza cedan el lugar a la voluntad de
construir conjuntamente un futuro de recíproca comprensión y armonía.
Que puedan recobrar unidad y concordia Irak, Libia y Yemen,
donde las poblaciones sufren la guerra y brutales acciones terroristas. Paz a
los hombres y mujeres en las diferentes regiones de África, particularmente
en Nigeria, donde el terrorismo fundamentalista explota también a los niños
para perpetrar el horror y la muerte.
Paz en Sudán del Sur y en la República Democrática del Congo,
para que se curen las divisiones y para que todos las personas de buena
voluntad se esfuercen para iniciar nuevos caminos de desarrollo y de
compartir, prefiriendo la cultura del diálogo a la lógica del enfrentamiento.
Paz a las mujeres y hombres que todavía padecen las
consecuencias del conflicto en Ucrania oriental, donde es urgente una
voluntad común para llevar alivio a la población y poner en práctica los
compromisos asumidos.
Pedimos concordia para el querido pueblo colombiano, que desea
cumplir un nuevo y valiente camino de diálogo y de reconciliación. Dicha
valentía anime también la amada Venezuela para dar los pasos necesarios con
vistas a poner fin a las tensiones actuales y a edificar conjuntamente un
futuro de esperanza para la población entera.
Paz a todos los que, en varias zonas, están afrontando
sufrimiento a causa de peligros constantes e injusticias persistentes. Que
Myanmar pueda consolidar los esfuerzos para favorecer la convivencia pacífica
y, con la ayuda de la comunidad internacional, pueda dar la necesaria
protección y asistencia humanitaria a los que tienen necesidad extrema y
urgente.
Que pueda la península coreana ver superadas las tensiones que
atraviesan en un renovado espíritu de colaboración. Paz a los que han perdido
a un ser querido debido a viles actos de terrorismo que han sembrado miedo y
muerte en el corazón de tantos países y ciudades.
Paz —no de palabra, sino eficaz y concreta— a nuestros hermanos
y hermanas que están abandonados y excluidos, a los que sufren hambre y los
que son víctimas de violencia. Paz a los prófugos, a los emigrantes y
refugiados, a los que hoy son objeto de la trata de personas. Paz a los
pueblos que sufren por las ambiciones económicas de unos pocos y la avaricia
voraz del dios dinero que lleva a la esclavitud.
Paz a los que están marcados por el malestar social y
económico, y a los que sufren las consecuencias de los terremotos u otras
catástrofes naturales. Paz a los niños, en este día especial en el que Dios
se hace niño, sobre todo a los privados de la alegría de la infancia a causa
del hambre, de las guerras y del egoísmo de los adultos.
Paz sobre la tierra a todos los hombres de buena voluntad, que
cada día trabajan, con discreción y paciencia, en la familia y en la sociedad
para construir un mundo más humano y más justo, sostenidos por la convicción
de que sólo con la paz es posible un futuro más próspero para todos. Queridos
hermanos y hermanas: «Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado»: es el
«Príncipe de la paz». Acojámoslo.
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El Papa en la
misa de Nochebuena: ‘Dejémonos interpelar por el Niño Jesús y por los niños
excluidos’
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(ZENIT – Ciudad del Vaticano).- El papa Francisco presidió
este sábado por la noche la misa de Nochebuena en la basílica de San Pedro.
En la homilía el Santo Padre ha señalado que “el Niño que nace nos
interpela: nos llama a dejar los engaños de lo efímero para ir a lo
esencial”.
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«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los
hombres» (Tt 2,11).
Las palabras del apóstol Pablo manifiestan el misterio de esta noche santa: ha aparecido la gracia de Dios, su regalo gratuito; en el Niño que se nos ha dado se hace concreto el amor de Dios para con nosotros. Es una noche de gloria, esa gloria proclamada por los ángeles en Belén y también por nosotros hoy en todo el mundo. Es una noche de alegría, porque desde hoy y para siempre Dios, el Eterno, el Infinito, es Dios con nosotros: no está lejos, no debemos buscarlo en las órbitas celestes o en una idea mística; es cercano, se ha hecho hombre y no se cansará jamás de nuestra humanidad, que ha hecho suya.
Es una noche de luz: esa luz que, según la profecía de Isaías
(cf. 9,1), iluminará a quien camina en tierras de tinieblas, ha aparecido y
ha envuelto a los pastores de Belén (cf. Lc 2,9). Los pastores descubren
sencillamente que «un niño nos ha nacido» (Is 9,5) y comprenden que toda esta
gloria, toda esta alegría, toda esta luz se concentra en un único punto, en
ese signo que el ángel les ha indicado: «Encontraréis un niño envuelto en
pañales y acostado en un pesebre» (Lc 2,12).
Este es el signo de siempre para encontrar a Jesús. No sólo
entonces, sino también hoy. Si queremos celebrar la verdadera Navidad,
contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño recién nacido, la
dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo cubren. Allí
está Dios.
Con este signo, el Evangelio nos revela una paradoja: habla
del emperador, del gobernador, de los grandes de aquel tiempo, pero Dios no
se hace presente allí; no aparece en la sala noble de un palacio real, sino
en la pobreza de un establo; no en los fastos de la apariencia, sino en la
sencillez de la vida; no en el poder, sino en una pequeñez que sorprende. Y
para encontrarlo hay que ir allí, donde él está: es necesario reclinarse,
abajarse, hacerse pequeño.
El Niño que nace nos interpela: nos llama a dejar los engaños
de lo efímero para ir a lo esencial, a renunciar a nuestras pretensiones insaciables,
a abandonar las insatisfacciones permanentes y la tristeza ante cualquier
cosa que siempre nos faltará. Nos hará bien dejar estas cosas para encontrar
de nuevo en la sencillez del Niño Dios la paz, la alegría, el sentido de la
vida.
Dejémonos interpelar por el Niño en el pesebre, pero dejémonos
interpelar también por los niños que, hoy, no están recostados en una cuna ni
acariciados por el afecto de una madre ni de un padre, sino que yacen en los
escuálidos «pesebres donde se devora su dignidad»: en el refugio subterráneo
para escapar de los bombardeos, sobre las aceras de una gran ciudad, en el
fondo de una barcaza repleta de emigrantes.
Dejémonos interpelar por los niños a los que no se les deja
nacer, por los que lloran porque nadie les sacia su hambre, por los que no
tienen en sus manos juguetes, sino armas.
El misterio de la Navidad, que es luz y alegría, interpela y
golpea, porque es al mismo tiempo un misterio de esperanza y de tristeza.
Lleva consigo un sabor de tristeza, porque el amor no ha sido acogido, la
vida es descartada.
Así sucedió a José y a María, que encontraron las puertas
cerradas y pusieron a Jesús en un pesebre, «porque no tenían [para ellos]
sitio en la posada» (v. 7): Jesús nace rechazado por algunos y en la
indiferencia de la mayoría. También hoy puede darse la misma indiferencia,
cuando Navidad es una fiesta donde los protagonistas somos nosotros en vez de
él; cuando las luces del comercio arrinconan en la sombra la luz de Dios;
cuando nos afanamos por los regalos y permanecemos insensibles ante quien
está marginado. Esta mundanidad se tomó como rehén la Navidad, es necesaria
librarla.
Pero la Navidad tiene sobre todo un sabor de esperanza porque,
a pesar de nuestras tinieblas, la luz de Dios resplandece. Su luz suave no da
miedo; Dios, enamorado de nosotros, nos atrae con su ternura, naciendo pobre
y frágil en medio de nosotros, como uno más.
Nace en Belén, que significa «casa del pan». Parece que nos
quiere decir que nace como pan para nosotros; viene a la vida para darnos su
vida; viene a nuestro mundo para traernos su amor. No viene a devorar y a
mandar, sino a nutrir y servir. De este modo hay una línea directa que une el
pesebre y la cruz, donde Jesús será pan partido: es la línea directa del amor
que se da y nos salva, que da luz a nuestra vida, paz a nuestros corazones.
Lo entendieron, en esa noche, los pastores, que estaban entre
los marginados de entonces. Pero ninguno está marginado a los ojos de Dios y
fueron justamente ellos los invitados a la Navidad.
Quien estaba seguro de sí mismo, autosuficiente se quedó en
casa entre sus cosas; los pastores en cambio «fueron corriendo de prisa» (cf.
Lc 2,16). También nosotros dejémonos interpelar y convocar en esta noche por
Jesús, vayamos a él con confianza, desde aquello en lo que nos sentimos
marginados, desde nuestros límites.
Dejémonos tocar por la ternura que salva. Acerquémonos a Dios
que se hace cercano, detengámonos a mirar el pesebre, imaginemos el
nacimiento de Jesús: la luz y la paz, la pobreza absoluta y el rechazo.
Entremos en la verdadera Navidad con los pastores, llevemos a
Jesús lo que somos, nuestras marginaciones, nuestras heridas no curadas. Así,
en Jesús, saborearemos el verdadero espíritu de Navidad: la belleza de ser
amados por Dios.
Con María y José quedémonos ante el pesebre, ante Jesús que
nace como pan para mi vida. Contemplando su amor humilde e infinito,
digámosle gracias: gracias, porque has hecho todo esto por mí.
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