martes, 6 de diciembre de 2016

6 diciembre: La oveja rescatada

El evangelio del día
          Mt 18, 12-14.- Los evangelios de Adviento no siguen un orden visible.  En realidad son “atraídos” por las “primeras Lecturas”, que expresan sentimientos del Pueblo que esperó al Salvador.  EN CONCRETO hoy el Evangelio depende del final de la 1ª L.: “como un pastor apacienta el rebaño..., lleva en brazos los corderos...”
        Hoy podemos leer este evangelio así:
        El Mesías Salvador hará todo lo posible para que nadie se extravíe.  Y teniendo en buenos pastos y en seguro a las 99 ovejas, se va a recoger a la que se extravía, a la que se separa del rebaño.
        La alegría del Cielo es que esa oveja vuelva al redil.  Y como las otras ya estaban seguras, expresa Dios su alegría grande por la vuelta de aquella que se perdía.
        El recuerdo de otro evangelio nos llevaría a otro sentido con diverso matiz:
        Los pequeñuelos son en el Evangelio ese “resto” que representa el grupito de los necesitados de ayuda.  Los “noventa y nueve” (en otro lugar llamados “justos”), pueden ser los satisfechos de sí mismos, los seguros de sí, los que se “bastan”...  Representan a los fariseos, a los “santones” cumplidores, que parecen estar seguros en su lugar de abundancia, sin ocuparse de avanzar, de arrepentirse de sus fallos.
        Jesús, sale en la búsqueda de la ovejuela que siente necesidad de ayuda. Y esto es para ella EL ADVIENTO: el encuentro con su Pastor.  Y hay mucha más alegría porque ese pequeñuelo se deja recoger, que por los 99 que no se creen necesitados de ayuda.

                      Sigue la “historia” de Nazaret  [En “Quién es este”]
Cuando llegaron a la casa, Joaquín –aunque disimulando- estaba en ascuas. Ana se fue derecho a él y le dijo: Es necesario que hablemos. María se perdió por algún rincón de la casa, y hablaron Joaquín y Ana: En efecto aquí hay algo difícil de explicar. La Niña -no me cabe duda (y tú, Joaquín, piensa igual)-, ha tenido una visita del Ángel de Dios. Casi que coincide con lo que tú, en tu secreto interior, y yo –en el mío- habíamos sospechado.
María no era sospechosa de fantasías. Era clara como el manantial del pueblo. No era dada a espiritualismos absurdos. Lo que nosotros hemos podido pensar desde el principio iba por aquí, dijo Ana. Lo que nunca podremos explicarnos es por qué a esa niña pobre, sin nada llamativo, en Nazaret…
Joaquín estaba de acuerdo, pero…
El “pero” se lo segó Ana antes de que lo pronunciara: Joaquín: no es eso todo; hay más…, mucho más… Dios la ha visitado y Myriam está embarazada". Joaquín dio un salto. Joaquín sintió el dolor del varón herido. Ana, con delicadeza de mujer y de esposa, y con el cariño de madre, tocó en el hombro de Joaquín y le hizo sentarse y serenarse, cuanto fuera posible. Es claro, Joaquín, que tú tienes que hablar con ella. Ella te va a contar todo. Y aquí hay algo tan inaudito, que necesitamos de inmensa prudencia. Porque, por si faltaba algo…, José, el bueno de José…
Joaquín apenas podía asimilar. Hundió su cabeza entre las manos. Ana se retiró. Había que digerir mucho, y Joaquín necesitaba su tiempo. Joaquín permaneció así largo rato… Pensó. Devanó su mente… Las ideas de mil tipos se le iban y se le venían… ¡Tenía que hablar con María…, pero qué difícil era aquello!  Y con José ¿quién tendría que hablar?
Avanzaba la mañana. Joaquín estaba serio. No disgustado. Ana le indicó a María que se fuera a su padre. María, con aquellos ojos blancos de su inocencia, se llegó a su padre y lo besó: “Buenos días, papá”. – Aquí estaba yo queriendo hablar contigo. Tu madre ya me ha dicho lo que sabe. Pero yo quiero que tú me cuentes. Y María se puso a sus pies y le fue desgranando paso a paso lo que había ocurrido.
Joaquín estaba entre admirado y lleno de extrañeza. Pero la mirada de su hija siempre estuvo fija en él, y la verdad es que traslucía azul de cielo. Joaquín no podía dudar de lo que ella le contaba, pero no alcanzaba a poder creer todo lo que le decía. Joaquín sabía que Dios puede hacer eso y más. Pero le había tocado a ellos y a ella que, de verdad, no eran nadie (pensaba él).

Cuando acabó María su relato, Joaquín sólo pudo añadir una palabra: -“Myriam, hija. Y ahora José ¿qué? ¿Qué se le puede decir? ¿Quién se lo dice? En realidad debo ser yo quien afronte este paso. Me duele por él”. María no supo hacer otra cosa que echarse a llorar. Quería ella mucho a José, y aquella situación le desgarraba el alma.

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