jueves, 18 de septiembre de 2014

Perlas del Nuevo Testamento

Un día muy lleno
             Hoy tenemos dos lecturas de gran calado. La 1Co 15, 1-15 es el documento primero escrito de todo el Nuevo Testamento. Pablo se adelanta a los evangelios y nos deja la perla preciosa de la primera tradición cristiana. Por eso no se mete a ampliar datos con detalles sino a dejar constancia de eso que Él ha recibido, y que a si vez era lo que estaba en ese pensamiento de los primeros cristianos: que el Señor Jesús murió por nuestros pecados, según consta en las Escrituras santas; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, como lo anuncian las mismas Escrituras; que se apareció a Cefas, y más tarde se apareció a los doce, a más de 500 hermanos (de los que muchos viven todavía) y luego a Santiago, a todos los apóstoles y finalmente a mí. Es evidente que la aparición a Pablo es en otro momento más tarde y después que Jesús ya había ascendido al Cielo. Pero fue tan viva, tan real, que Pablo puede incluirla entre el resto de las apariciones, a sabiendas de que él ha recibido esa aparición como un abortivo, porque él no merecía ni estar en la Iglesia de Dios: soy el menor de los apóstoles; no digno de llamarme apóstol, porque he perseguido a la Iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia no se ha frustrado en mí. Antes bien, he trabajado más que todos ellos, no yo, sino la gracia de Dios conmigo. [He dejado virgen el párrafo, sin meterme en explicaciones. Es tan sublime y tan fuerte que dejo a cada uno de los lectores la posibilidad de desentrañar y saborear cada frase de esas].

             El evangelio –[Lc 7, 36-50]- puede ser un hondo comentario a esa descripción de Pablo, aunque estemos en otros tiempos y otro contexto. Los lugares de invitación en banquetes de aquellas gentes, tenían que estar en espacio abiertos y posibles de irrumpir desde el exterior con toda facilidad. Porque tanto en este caso como en otros, a los comensales se les puede venir encima un advenedizo y tomar parte de la escena con la mayor naturalidad.
             Simón era un fariseo. Debía ser hombre “normal” cuando invita a Jesús a comer en su mesa. Jesús es totalmente normal y sin prejuicios y lo mismo un día come entre publicanos, que hoy acepta la invitación del fariseo. Llega y se pone a la mesa en el diván correspondiente, en que se recostaban sobre el lado izquierdo, los pies hacia afuera, y el brazo derecho expedido para manejarse. No hubo protocolos. Eso lo veremos después.
             Y cuando está a la mesa, entra una mujer de mala fama, una pecadora así reconocida como tal, entra en el banquete y se va derecha a Jesús, con su frasco de perfume en la mano, y su llanto patente. Así se sitúa a los pies de Jesús y ya se vuelca en sus pies, llorando sobre ellos, y secándolos con sus largos cabellos (los mismos que le habían ayudado ma su “profesión”. Y derramando el perfume sobre los pies de Jesús.
             Simón debió encenderse de rubor al ver a aquella mujer en su banquete. Y lo que no pudo menos fue que dirigir su pensamiento y su juicio hacia Jesús, el que era considerado “profeta”, pero que bien puede dudarlo ahora Simón cuando ve tan cerca que Jesús se está dejando tocar y agasajar por una mala mujer. ¡Bien tendría que saber quién era! Pero Simón es un fariseo educado y no interviene ostentosamente. Piensa y juzga, y está sufriendo aquella situación.
             Jesús le dice entonces, como quien no dice nada: - Simón: tengo algo que decirte. Y Simón, haciendo de tripas corazón, responde cortésmente: Maestro, di. Y Jesús le ha una pregunta…, le pone delante una parábola, una “hipótesis”…: Un prestamista tenía dos deudores; uno de quinientos denarios y otro de cincuenta. Como no pueden pagarle, les perdona la deuda a los dos. ¿Cuál crees tú que estará más agradecido? Con delicadeza y prudencia responde Simón: - Supongo que aquel a quien le perdonó más.
             -Has respondido bien; has juzgado rectamente.
             Y a continuación Jesús “aterriza” en la realidad: ¿Ves a esa mujer? ¡Claro que la veía, y le estaba poniendo malo verla allí! Cuando llegué a tu casa –continúa diciendo Jesús- no me saludaste con el óculo de paz que se da a todo huésped. Esta mujer no ha cesado de besarme los pies desde que entró. No me diste agua para los pies, como se hace con todo el que llega de camino. Esta mujer no ha cesado de regarme los pies con sus lágrimas. No me ungiste… Esta mujer ha derramado su perfume sobre mis pies. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados porque ha amado mucho. Quién no cree tener que ser perdonado, ama menos.
             Tenía mucha enjundia aquella respuesta. El “juez” estaba siendo juzgado por sus mismas obras. Todo en un tono muy respetuoso pero muy sincero. Jesús no ha acusado, pero ha puesto la verdad boca arriba. El juicio debía salir solo.
             Y se completa con aquella palabra definitiva a la mujer, que levanta ampollas en los comensales: Mujer, tus pecados están perdonados; vete en paz. Tu fe te ha salvado.
             Surgió esa pregunta repetida varias veces en los Evangelios: QUIÉN ES ESTE?. Y la verdad es que si continuáramos la escena, nos podríamos encontrar con muchas reacciones: la mujer que se va feliz, gozosa, liberada de su gran peso, dispuesta a una nueva vida: se ha encontrado con sus salvación.., su salida de su fango de años. Las gentes, admiradas o escandalizadas por las palabras de Jesús; el fariseo sentado al borde del diván, perplejo, callado…, sin respuesta… (la respuesta la había tenido muy clara).
             Jesús que sigue allí con la naturalidad de quien dijo lo que tenía que decir a favor de aquella mujer, sin actitud agria hacia el fariseo, pero habiendo dejado claro el tema…

             ¡Cuánto queda por contemplar todavía en este “epílogo”!

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