miércoles, 6 de febrero de 2019

6 febrero: Profeta en su tierra


LITURGIA
                      No es de los temas que nos resultan más agradables, sobre todo en un tiempo en que nos hemos hecho tan sensibles. La carta a los Hebreos nos enseña hoy (12,4-7.11-15) el valor de la corrección. Y precisamente la corrección por parte de Dios. Nos afirma el autor que habéis olvidado la exhortación paternal que os dieron: “Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor; no te enfades por su reprensión, porque el Señor reprende a los que ama, y castiga a sus hijos preferidos”. Y explica que en la educación humana, los padres tienen que reprender y castigar a sus hijos para formar y educar. ¿Qué padre no corrige a sus hijos? Cierto que ningún castigo gusta cuando se recibe, pero luego dará el fruto de una vida honrada y en paz.
          Y –dando un salto de versículos- saca las consecuencias: hay que fortalecer la personalidad: robustecer la rodillas vacilantes y las manos débiles, para caminar por una senda llana. No puede ser el creyente un ser de mantequilla, que se viene abajo en cuanto hay una exigencia. Hay que caminar codo con codo y buscar la paz con todos y la santificación, sin la cual, nadie verá al Señor.
          En positivo: Procurad que nadie se quede sin la gracia de Dios.

          Volvemos en la lectura continua, a encontrarnos con un texto ya desarrollado el pasado domingo en la versión más amplia y detallada de San Lucas.
          Mc.6,1-6, es la presencia de Jesús en su ciudad de Nazaret. Jesús había ido a su pueblo y es evidente que llevaba todo el deseo de volcar en sus paisanos la fuerza de sus palabras y sus hechos. Cuando llegó el sábado y fue a la sinagoga, como cualquier buen judío, se puso a enseñar. Los paisanos, que lo conocían de tantos años por sus calles, se quedaban asombrados de ver al Jesús de siempre tan elevado de pensamientos. Y precisamente por  eso se preguntaban: ¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? Era lógico que todo esto les resultaba muy extraño y admirable.
          Cabían dos reacciones: la de la admiración en positivo porque aun sin saber ellos de dónde le venía todo aquello, la realidad era lo que estaban viendo y oyendo, y por tanto rendirse ante la evidencia, o admirarse críticamente, con suspicacia, porque lo tenían más que conocido: ¿No es éste el hijo del carpintero, hijo de María y pariente de Santiago y José, Judas y Simón? ¿Y sus hermanas no viven entre nosotros aquí? Todo reducido a recuerdos de lo anterior. O sea: lejos de admitir lo que estaban viendo y oyendo, surge la postura destructiva de las referencias al pasado. Y como todo lo que es crítica, mina el terreno. En consecuencia desconfiaban de él.
          Jesús les recordaba entonces aquel dicho popular de que “no desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Y las consecuencias de aquellas críticas, Jesús no pudo hacer allí ningún milagro. Jesús supeditaba siempre sus milagros a la fe de las gentes. Aquí no hay fe en él. Por el contrario “desconfiaban”. Por eso se extrañó de su falta de fe. Curó a algunos enfermos que sí mostraron su asentimiento, pero casi como casos muy particulares. La actitud de aquellos paisanos había secado la fuente de sus obras curativas.
          Y recorría los pueblos de alrededor enseñando. Quiere decir que Jesús se ha salido de Nazaret, sin haber tenido acogida. Y no puedo dejar de pensar en su madre, que tuvo que sufrir aquello en su alma, como si se materializara ya la “espada de dolor” que le anunció Simeón. Porque ella misma podía ser una de las personas admiradas por la nueva realidad de su Hijo. Pero ella acogía aquella realidad sin sospechar ni discutir. Sencillamente veía los hechos y se gozaba en ellos.

          Todo esto nos suscita una cuestión práctica en la forma en que hemos de acoger a los otros que nos causan extrañeza por algún motivo. En vez de la postura crítica negativa, el reconocimiento de sus bondades y la acogida.
          Lo que expresado en su modo negativo, es caer en la cuenta del daño que causa la crítica, capaz de destruir lo más sagrado. Y por supuesto poner a la otra persona en la picota, trasmitiendo a los demás el propio veneno que encierra el que critica.

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