miércoles, 20 de febrero de 2019

20 febrero: Me parecen árboles


LITURGIA
                      Con una plasticidad admirable, el Génesis nos describe los tiempos inmediatamente siguientes al diluvio, cifrado en 40 días, un número bíblicamente simbólico para expresar un largo espacio de tiempo, o un tiempo de penitencia y preparación a una situación nueva. Gn.8,6-13.20-22 nos va mostrando diferentes etapas en los días posteriores a la inundación, y nos cuenta, con bella imagen, cómo Noé se vale de la paloma para saber si el agua ha bajado de nivel y se ha secado sobre la superficie. La primera vez que da suelta a la paloma, regresa el animal al arca porque no tiene dónde posarse. La segunda vez –a los siete días- regresa con una rama de olivo en el pico, lo que significa que ya está bajo el nivel del agua. Otros siete días y la paloma ya no regresa, lo que indica a Noé que puede salir del arca. Desde entonces la paloma es símbolo de la paz.
          Noé levantó un altar en honor de Dios para dar gracias, y Dios aceptó aquel sacrificio y prometió que en adelante nunca más sucedería algo semejante al diluvio. Mientras dure la tierra no han de faltar siembra y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche.
          ¿Está hoy mejor el mundo que cuando sucedió el diluvio? La verdad es que el mundo está muy perdido y que los pensamientos y trazas del corazón de muchos son absolutamente malos, que es lo que vio Dios en aquel entonces y lo que provocó el diluvio. Sin embargo Dios ya no actúa como en aquella ocasión, fiel a su promesa de respetar la realidad de ese mundo, que parece estar pidiendo a voces una nueva purificación.

          La historia que nos cuenta hoy el evangelio es de sobra conocida: Jesús da la vista a un ciego poco a poco, dándonos a saber que la fe es algo que también se desarrolla y crece en nosotros por pasos diversos. La fe es un don de Dios, pero como algo vivo, hay que cuidarlo y cultivarlo para que no se duerma y se diluya entre el conjunto de “zarzas y abrojos” que se presentan en la vida, y que ya Jesús –en la parábola del Sembrador- nos describe como realidad que acaba ahogando la semilla de Dios.
          La fe necesita, como las plantas, su riego y su sol, el defenderla de los racionalismos y materialismos que amenazan en la vorágine de la vida. Yo recuerdo ahora a un joven al que de alguna manera yo acompañé en su vida espiritual, y que era muy artista en otras cosas, pero, por lo mismo, proclive a no profundizar en su fe y realidad religiosa. Hoy día está a leguas de aquella fe.
          Pero al cabo de muchos años me lo vine a encontrar inesperadamente, invitándome a participar en un blog que él administraba. Era difícil esa participación en medio de un conjunto de personas del mismo calibre, pero acepté el reto, con la intención de poner un poco de luz, en lo que me fuera posible. Y una de mis intervenciones fue parafraseando este hecho del evangelio de hoy, que transcribo a continuación.
                      Todos recordamos aquel Concierto de Paganini en que se le fueron rompiendo todas las cuerdas del violín, menos una, y con esa sola acabó triunfalmente su actuación.
          Me llega otra historia, del eminente oftalmólogo J de Shalom, que salió de excursión con unos amigos y vinieron a toparse con un invidente. Hubo curiosidad entre los acompañantes sobre qué reacción produciría aquello en el amigo.
          Sin aparatos, sin instrumental, salvo una bolsa de campaña que siempre llevaba consigo, examinó al hombre. Pensó. Los amigos observaron su gesto y lo jalearon.  En un improvisado quirófano bajo el potente foco del sol en su cenit, le extrajo las enormes cataratas que le impedían la visión.
          Dejó un espacio prudencial de tiempo.  Y luego le preguntó si veía.  El hombre dijo que veía unas vacas muy próximas pero como bloques que se movían.  J de Shalom se fue directo con sus dedos hacia los ojos del paciente y le aplicó sus pulgares a los párpados durante un rato, como quien hace pasar su propio calor a los ojos enfermos. Los amigos contenían el aliento.  Cuando retiró sus dedos, el hombre dijo que veía, y que aun a distancia distinguía bien.
          El oftalmólogo se limitó a recomendarle que no entrara al pueblo porque los polvos de los silos y los humos de las chimeneas le perjudicaban.
          Eso era verdad.  Pero en el fondo era también la sencillez del médico, que prefería pasar desapercibido y no quería el aplauso de la gente.  Y era también verdad que aquel que había sido invidente, se había entregado con fe en el hombre que se ofreció a intentar curarlo.
          Esta historia es más larga, pero el hecho concreto concluye aquí aparentemente.

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