sábado, 1 de octubre de 2016

1 octubre: ¡Gracias, Padre!

Liturgia
          Acabamos el libro de Job. Se resuelve el problema del mal que había sido el planteamiento inicial. Job, que lo había perdido todo y que él mismo había sido la víctima de muchos males, reconoce que Dios lo puede todo y que la experiencia de lo vivido le ha dado un conocimiento mejor de Dios. Ante él, pues, se humilla y se arrepiente de lo que se equivocó en su discurso sobre Dios.
          Y el Señor bendijo a Job al final de su vida más aún que al principio. Y  tuvo grandes posesiones de tierras y ganados, siete hijos y tres hijas de suma belleza, y él vivió cuarenta años, y conoció a sus nietos y biznietos. Y murió anciano y satisfecha. [Obsérvense los números, todos ellos de gran simbología en el mundo judío: siete, tres, cuarenta, que apuntan a toda una victoria]. El problema del mal se ha resuelto así. No ha vencido el mal, y Job recibe tanto cuanto perdió. No hay aún idea de otra vida y el mal queda vencido y dominado en ésta.

          Regresan los 72 de sus correrías apostólicas, muy satisfechos y admirados de que hasta los espíritus les obedecían y se les sometían en el nombre de Jesús. Lc. 10,17-24.
          Jesús les hace ver que más que ese sometimiento de los malos espíritus, vale para ellos que sus nombres están escritos en el Cielo.
          Y con gran alegría prorrumpe en una acción de gracias, al Dios del cielo y de la tierra, porque esas cosas se las ha manifestado a la gente sencilla, mientras que no la captan los sabios y entendidos del mundo.
          No es que Jesús se alegre de que esos “sabios y entendidos” no capten. ¡Qué más quisiera que también ellos pudieran conocer las cosas de Dios! Jesús se limita a constatar el hecho, por cierto doloroso, de cómo la sabiduría del mundo embota la mente y el espíritu. Pero al mismo tiempo realidad ejemplar: que el evangelio necesita mentes sin rincones como las de los niños o de esos sencillos de corazón para poder acceder a la fe. Y es que la fe no está contra la razón pero no se basa en razones sino en la escucha simple de la palabra que dirige Dios al alma. Sí, Padre: así te ha parecido bien.
          Y volviéndose a sus discípulos les dijo aparte: ¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!, porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron. Es toda la historia del Antiguo Testamento, toda la expectativa de grandes personajes, profetas y reyes, que barruntaron los tiempos mesiánicos pero no los vieron. Y sin embargo vosotros, hombres sencillos tomados del pueblo, habéis visto y oído… Habéis visto salir los malos espíritus al pronunciar mi nombre sobre los posesos, y habéis oído las grandes verdades del reino de Dios.
          Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar. He ahí el gran secreto de la fe: que vosotros habéis recibido esa revelación.

          Por lo que a nosotros toca, el hecho de tener fe y poder ir conociendo a Jesucristo, e incluso poder relacionarnos con el Padre, está diciendo a las claras que quiso el Hijo revelárnoslo; que somos unos privilegiados de la fe…; que tenemos el enorme tesoro de la fe, ese tesoro que no se puede comprar con todo el dinero del mundo y ni siquiera con toda la buena voluntad de la persona. Es puro don, puro regalo… Puro querer de Jesucristo que nos quiso revelar.
          Queda el misterio profundo: ¿por qué a mí? ¿Por qué otros no llegan a creer, siendo así que algunos querrían creer pero no les ha llegado la fe?
          Confieso que esos casos son los que dejan más al descubierto la impotencia de la ciencia y de los conocimientos. Porque ¿cómo se le explica a uno que no tiene fe las cosas que nosotros creemos por la fe? ¿Qué “razones” se pueden dar para algo que no depende de la razón? Cabe aproximarse pero lo que nadie tenemos en la mano es ayudar al salto total que hay entre la razón y la fe.

          Si Jesús nos decía hace unos días que roguemos al Señor de la mies que envíe operarios a su mies, con la misma razón tenemos que llevar nuestra oración al tema de la fe: que el Señor envíe su luz a esas mentes que no están iluminadas por la luz de Dios. ¿Y por qué Dios no las iluminó? –Ni lo sabemos ni  nos podemos meter en ello. Nos hemos de reducir a pedir con toda nuestra alma para que Dios envíe esa luz, y ser nosotros ejemplares en la vivencia de nuestra fe y en la práctica de nuestras obras, por si ese resplandor fuera el camino que alguien necesita para captar la luz plena de Dios…, para que Jesús le revele a ese tal el relámpago del conocimiento del Padre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡GRACIAS POR COMENTAR!