domingo, 27 de abril de 2014

27 abril.: GRAN DOMINGO

DOMINGO PLURAL
             Estamos cerrando con este Domingo lo que comenzó el domingo pasado, día de la Resurrección de Jesús. Culminación de una semana completa en la que se ha ido desdoblando la fuerza expansiva que se producía por resucitar Jesús de entre los muertos.
             La concreción de lo que encierra en sí ese acontecimiento esencial viene declarado de formas diversas: en la 1ª lectura –Hech 2, 42-47- se describe el gran efecto: los Creyentes, y cómo eran los creyentes: personas que vivían unidas, que ponen en común sus bienes, que no daban lugar a que hubiera ricos y pobres, porque quien tenía, daba a quien no tenía. Que participaban de la Eucaristía, celebrada aún en las casas, que tenían una verdadera oración, y que así eran verdaderos testigos de que la Resurrección de Jesucristo era un HECHO., no una idea mental, o un acto litúrgico conmemorativo.
             En la 2ª lectura, de la 1ª carta de San Pedro –[1, 3-9] se hace referencia al Dios de la misericordia, que se ha manifestado en Cristo resucitado. Volviendo a la verdadera fe creyente, se describe como de más precio que el oro, y que se hace alabanza a Dios… No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis. Nos viene como anillo al dedo, porque nosotros no hemos visto a Jesucristo, y sin embargo su amor a Él marca nuestra ida.
             La misma idea del Evangelio, en el que Jesús afirma a Tomás –que ha sido duro y exigente para creer- que son dichosos los que creen sin haber visto. El domingo de la Octava de Pascua nos está catapultando a una vida muy nueva y feliz: somos los que no hemos visto al Señor, y sin embargo CREEMOS EN ÉL, y nuestra forma de ser, de vivir, de creer, de actuar…, tiene que abrir una puerta hacia esa fe operativa que distinguía a aquellos cristianos.
             La EUCARISTÍA, como Sacramento de nuestra fe, debe impulsarnos a una mejora en nuestra calidad de creyentes, que pasan de una etapa más pasiva a otra que llega a hacerse testimonio ante los demás, creyentes o no.

             El Papa Juan Pablo II estableció en este domingo la fiesta de La divina misericordia, que es la expresión del amor del Corazón de Dios, manifestado en la vida y los sentimientos del Corazón de Jesús. Estamos sobre la misma realidad que ya teníamos, a la que se le abre un acento en la expresión, por la necesidad de unos tiempos que necesitan variaciones para no caer en la rutina. Pero la misericordia de Dios no puede tener expresión más gráfica que la del Corazón traspasado de Jesús. Ni puede entendérsele mejor que cuando aprendemos a ir al Evangelio para ORAR CON EL EVANGELIO, y hallar en cada hecho del mismo, LOS SENTIMIENTOS PROFUNDOS DEL CORAZÓN DE JESÚS, QUE SON EL ALARDE SUPREMO DE MISERICORDIA DE DIOS.

             La Iglesia se adorna hoy con la declaración de santidad de dos Papas contemporáneos, que muchos de nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer y estar bajo su cayado de Pastores de la Iglesia universal. Muchas cosas son las que pueden entresacarse de la vida de esos Pontífices, pero tomando la esencia que nos trasmiten personas muy unidas a ellos, y que todavía viven, en Juan XXIII se destaca la inocencia de niño en sus ojos, y la sonrisa de sus labios. Como un valor para la Iglesia (que necesitaremos ahondar), la osadía de convocar el Concilio Ecuménico Vaticano II, definido por Benedicto XVI como “la estrella polar de la Iglesia Católica”.
             En unas dimensiones que tienen su punto de coincidencia, en Juan Pablo II  se destaca su rezar, su trabajar y su sonreír. Su modo de orar, que le centraba totalmente en lo que oraba; su trabajar incansable, su sonreír y su sentido del humor (que va muy unido a esa sintonía con la juventud) a la que supo unirse muy especialmente, apoyado así por grupos de carismas muy concretos dentro de la Iglesia, y que hoy día pueden considerarse muy protagonistas de esta canonización.
            
            

             Se acaba la GRAN SEMANA PASCUAL con el doble aleluya que tendremos hoy al final de la Eucaristía. Pero nos quedarán los largos ecos de la Resurrección –presididos por el CIRIO PASCUAL como Columna de fuego que nos mantiene viva la Presencia del Resucitado, la compañía de Dios en nuestra historia como parte de la Historia de la salvación y –por tanto- de sabernos en tensión gozosa hacia una renovación constante en nuestro vivir diario. Si queremos establecer un acicate que nos diga claro lo que este tiempo representa, podremos decir que si la Cuaresma nos preparaba a un morir de pasiones, carencias, fallos, pecados…, que había que combatir y contrarrestar, el período pascual nos incita a una idea básica y fundamental: renovarnos en santidad, en buscar la voluntad de Dios, en hacer lo que a Él le agrada.  Ya no está el acento en “quitar lo que sobra”, sino en “poner la filigrana del amor”, que distingue a quienes se han enamorado. Y no puede existir verdad cristiana auténtica si no hay un enamoramiento total del Corazón de Dios, manifestado en Jesús, el hermano mayor que nos ha precedido y nos ha dejado dibujadas las formas propias del mayor amor.

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