miércoles, 16 de abril de 2014

16 abril: Todo confluyendo en la Cruz

Se toca la Pasión
             La liturgia nos deja ya al borde de la tragedia. El “siervo de Yawhé”, golpeado en sus espaldas, mesada su barba, con su rostro escupido y su dignidad aplastada por las injurias…, seguía sintiéndose capa de alentar al abatido, con el oído bien abierto para saber “escuchar” un lenguaje distinto, y dar una palabra al que sufre. Ese “siervo” –figura eminente de Cristo- puede retar a cualquiera que se sienta su rival, porque se sabe inocente y porque sabe que Dios le ayuda. (Is 50, 4-9)
             Jesús está ya en la Sala de la Cena, y se han situado todos en sus divanes para empezar la fiesta pascual. Pero Jesús empieza primero a desahogar su alma con ese pensamiento que le destroza: En verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar. Aquello, así de pronto- es como un rayo que cae sobre los comensales, quienes con la más grande perplejidad empiezan a preguntar con timidez: ¿Acaso soy yo?  Es que ni se fiaba ahora cada uno de sí mismo. El cinismo saltó como un trueno cuando Judas se atrevió a preguntar: ¿Soy yo, acaso, Maestro? Y ya podemos imaginar la palabra que salió hondísima del mismo Corazón de Cristo: Así es… Pero con tal prudencia, con tal intimísima prudencia, que nadie se apercibió.

             Jesús estaba ya cosido al madero horizontal, jadeando por el dolor y por aquellos músculos del pecho tensados. Quedaba esa operación tan brutal de izar ese cuerpo hasta el mástil vertical. Por supuesto hubieron de ayudar para que el cuerpo –sólo péndulo de los clavos de sus brazos- no se desgarrara. Cuando llegaron a su posición, entre los espasmos tremendos de Jesús, pudo tener un leve incómodo “descanso” al sostener en el sedil que hacía como de “asiento” (por llamarle de alguna manera) al crucificado. No pienso que Jesús estuviera ahora mismo para sentimientos ni para pensamientos. Podría seguir repitiendo su “perdónalos, Padre…”, pero poco más en medio de aquella brutalidad que estaba padeciendo. Máxime cuando ahora viene forzar la postura de los pies para clavarlos sobre un palo que se cimbrea a cada golpe… Y simultáneamente están clavando y fijando entre sí los dos maderos…, y el letrero de la condena, sobre la cabeza de Jesús. Un cúmulo de sufrimientos añadidos que llegan a superar todo lo imaginable. Y es que tenemos tan sabido eso de la “crucifixión” que nos quedamos en la superficie de la barbarie que era aquella tortura. Jesús es un puro dolor. No puede pensar en nada. Demasiado hace con seguir viviendo y con no haber perdido la conciencia en medio de tamaño suplicio.
             Estaban ya crucificados los tres condenados, y permitieron a los deudos acercarse. María y el reducido grupo de fieles con valor suficiente, -¡con amor invulnerable!- se acercaron a la cruz de Jesús. Y la Madre, erguida pero destrozada, se pegó a la cruz de su Hijo, sin querer siquiera rozarle, porque bastaba ver la hinchazón de sus miembros para barruntar el dolor insufrible de aquel cuerpo… Las otras personas, expresaban más su dolor pero se tragaban sus deseos de manifestarlo en lamentos, por el respeto a aquella madre, tan firme y tan desgarrada. Y Jesús “volvía a sentir”, porque ahora tenía allí a esas personas padeciendo, y eso le sacaba a Él de su propio dolor para mirar la tragedia que invadía a esos seres queridos por Él.
             El ladrón de la derecha estaba callado desde hacía un rato… Observaba. En aquel “rey de los judíos” había algo que le llamaba la atención… Lo mismo en aquella madre y aquellas pocas personas que acompañaban a su compañero del Calvario. Llevaba sus ojos de ese grupo al de su compañero, desesperado, blasfemando, gritando como podía… Y se le encendió una luz a ese de la derecha. Y levantando un poco su voz, se dirigió a Jesús: Señor: acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Algo así como un grito en medio de la noche, que removía al corazón de Cristo. No era Él sólo con su dolor… No eran sólo su grupo de fieles… A unos metros, un hombre (que antes estaba desesperado) que ahora se ha dirigido a Él con humildad suplicante… Y Jesús movió la cabeza hacia su izquierda, en lo que pudo, y respondió: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”. Realmente le había llegado el Paraíso a ese hombre allí mismo en medio de su fracaso humano.
             Y Jesús, como ese soldado que despierta de su derrota (que dice el Salmo), ahora está volviendo a sentir con sentimientos hondísimos que se salen de su personal situación y vuelcan al alma en los que tiene delante. Y mirando a su Madre y al “discípulo”, dice: “Ahí tienes a tu hijo”; “Hijo, ahí tienes a tu madre”. Era muy denso el testamento que acababa de firmar. Legaba lo más suyo a todo discípulo amado… Su madre sería madre de cada hijo que quedaba a los pies de la cruz… Para ese “hijo” era un Cielo lo que le acababan de encargar. A mí no me gusta la traducción: “y el discípulo se la llevó a su casa”. Me resulta demasiado material. Me gusta más: “Y desde aquella hora, el discípulo la tomó por suya”. Quedaba dado ya todo. Incluso en ese momento estaban ya los soldados repartiéndose las ropas de los ajusticiados, y ya no le quedaba a Jesús ni eso.

             Luego, volvió Jesús a ensimismarse. Su garganta reseca, su soledad mucho mayor que la física…, abocada a la muerte, y con el alma más reseca que su misma boca, le llevó a rezar…

1 comentario:

  1. José Antonio3:25 p. m.

    Reflexionaba a raíz del Evangelio de hoy en todas esas ocasiones en que "entrego/entregamos" a Jesús (no creo que tenga la exclusividad Judas): cuando antepongo/anteponemos en nuestra vida la comodidad, el ego, lo material, lo sensual, el poder, la imagen social, la soberbia ... al Evangelio.

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