martes, 6 de agosto de 2013

¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUÍ!

Fiesta de la TRANSFIGURACIÓN
             Dos veces leemos en el año el Evangelio de la transfiguración del Señor. Una, el 2º domingo de cuaresma. Otra, en un día festivo para celebrar y gozar de ese momento triunfal en la vida de Jesús.  En Cuaresma es un fogonazo que advierte de la seguridad de que el sacrificio, el paso por la vida penitencial –que en realidad es la vida terrena- no se acaba en la parte sufriente y penosa del “viernes santo” de cada creyente, sino que ya se atisba una fuerte luz en el horizonte: es el anuncio seguro de que hay una resurrección tras el viernes de dolor.
             Hoy estamos ante una celebración, todo fiesta, de un hecho excepcional de la vida de Jesús. En realidad mantiene los componentes de lo anterior, pero acentúa la celebración del hecho en sí.
             Sobre Simón –sobre todo- y sobre los discípulos pesaba como una losa el anuncio que les había hecho Jesús de su padecer futuro y hasta su muerte violenta a manos enemigas.  No podía caberles en la cabeza de pueblo judío que el Mesías –al que ellos esperaban como guerrero liberador del poder invasor- podía ser apresado, maltratado, crucificado… Era dos términos que se oponían entre sí en esa mentalidad.  Para un judío de ese momento, el mesías era el final de la opresión y el comienzo de la libertad y dominio sobre las naciones.  Y Jesús ha anunciado lo contrario: que el Mesías va a padecer, va a ser entregado, va a ser crucificado… No cabe eso en sus mentes.
Ocho días después Jesús toda a Simón, Santiago y Juan y se los lleva a in monte muy alto. Y nada más llegar, Jesús queda hecho un foco de luz y sus mismos ropajes brillan llamativamente… Jesús se pone ante los suyos en un trasunto breve de su realidad plena.  Más aún: acuden a la “cita” dos importantes personajes históricos de Israel: Moisés, el legislador; Elías el trasmisor de la Palabra de Dios a su Pueblo.  Y los tres hablan de las cosas que van a suceder en Jerusalén.  Y en Jerusalén va a suceder el sacrificio de Jesús. Brillo en sus vestidos, luminosidad en su persona exterior…, pero sin olvidar que Jerusalén es una etapa de su vida terrena.
Ya en la culminación del hecho, Dios hace Presencia en la nube misteriosa que los envuelve, como en tiempos de Moisés. Y de esa nube surge la voz de Dios –que oyeron los tres discípulos-: Éste es mi hijo, el escogido; escuchadle.  Simón no cabía dentro de sí y en el paroxismo de su emoción, propone a Jesús hacer tres chozas para que se guarezcan Él, Moisés y Elías.  Simón ni piensa ahora en los tres compañeros discípulos. Con tal de seguir en aquella dulzura, ellos no necesitan ni choza: ¡Es hermoso estar aquí!, expresa él.
Pero se “apagaron” las luminosidades, desaparecieron del escenario Moisés y Elías.  Y en el Tabor estaban solos Jesús, el de siempre, y ellos 3. Así iniciaron el descenso.  Ya podían tener el cuadro completo, con sus claroscuros.  San Mateo concluye brevemente, diciendo que por el momento guardaron silencio y no contaron nada a nadie.  Otro evangelista nos advierte que en la bajada les dijo Jesús que “no digan nada de aquello hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos”.

Caben profundizaciones en detalles, que no son casuales. Uno, que el hecho se da en un monte alto. Como los grandes momentos del Pueblo de Israel.  La altura es lugar preferido por Dios para sus grandes manifestaciones.  Subir y elevarse es ya un separarse del ruido, de las preocupaciones…, de lo que ocurre en el llano, que aturde tantas veces. Es la necesidad que tiene el ser humano de distanciarse algunas veces de “lo diario”, y dar ocasión a “otros aires más puros”.  Es una oportunidad mejor para poder hacer a síntesis de “lo que ocurrirá en Jerusalén” (la inevitable cruz de cada uno), y “lo hermoso que es estar en donde Dios se hace presente”.  Es ocasión de descubrir y gozar otros “aires” para salir de ese reptar de la vida, que nos ahoga.  Es lugar de SILENCIO, y por tanto de la posibilidad de escuchar a Dios.  No es aislarse del “llano”, eludir la realidad, sino ver con nueva luz y afrontar con nuevas fuerzas esa “bajada” que tiene que producirse necesariamente.

Es lo que Jesús repitió de una u otra manera: Que el Mesías tenía que padecer para entrar en su gloria.  Que es ley de vida la lucha, pero que la transfiguración nos hace mirar más a lo lejos, porque –siendo realidad lo diario y penoso- siempre hay un desemboque luminoso y triunfal. Y si nos “elevamos a la montaña alta” (si salimos de nuestras miras humanas), vamos a sobrellevar mucho mejor el escándalo diario del sufrimiento, de la muerte, y aun del mismo pecado. Por eso habrá una diferencia entre el creyente que se limita a “cumplir” (aunque sea muy fiel) pero no sube a esa montaña…, y el que sabe elevarse un rato siquiera a lo largo del día para quedarse a solas con Dios, frente a frente, de amigo a amigo… Y como Dios nos ha dejado su PRESENCIA, no ya en una nube sino en Jesucristo, a quien debemos escuchar, el secreto de nuestras transfiguraciones va a estar en la medida que sintamos lo hermoso que es estar allí…, en ese “monte elevado”, en el que se puede ESCUCHAR la voz de Dios…, y VER SOLAMENTE a Jesús.  Jesús, el del día a día, el de su evangelio, el que sufrirá y resucitará; el que se mete en cada corazón y siente y palpita con él; el que todos podemos tener tan a la mano, el que a nosotros nos tiene tan cogidos.

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