sábado, 28 de septiembre de 2019

28 septiembre: Meteos esto bien en la cabeza


LITURGIA
                      Jerusalén es ciudad abierta, porque no tiene más límite que Dios. (Zac.2,1-5.10-11). Por eso se unirán a ella hombres de muchas procedencias, y Dios habitará en medio de ellos.
          Jerusalén es el anuncio de la Iglesia. La Iglesia no tiene fronteras. El mundo entero es su frontera. Y a ella pertenecen hombres y mujeres de todas las naciones, que encuentran un único Dios como su Dios, y él vive en medio de todos.

          De ahí el SALMO tomado del profeta Jeremías 31: El Señor nos guardará como pastor a su rebaño. Todos somos rebaño del Señor y todos estamos bajo esa mano inmensa protectora del Señor, que no deja que se pierdan sus ovejas.

          El evangelio es muy breve e incide en la misma idea que había quedado ayer como final del episodio de quién decís que soy yo. Por si los apóstoles no se han percatado de aquella realidad de un Mesías que ha de padecer y morir, hoy Lucas (9,44-45) nos presenta a Jesús que, entre la admiración general por lo que hacía, dijo a sus discípulos: Meteos bien esto en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres. Es curioso el contexto: “en medio de la admiración general por lo que hacía Jesús”. Los apóstoles podían caer  en la tentación de dejar a un lado lo que habían oído, y dejarse llevar por el paso triunfal de Jesús, admirado por todos, y  haciendo él obras maravillosas. ¿Cuál era entonces la última verdad? ¿Jesús con sus milagros y sus poderes y admirado por las gentes, o el anuncio de padecimiento y muerte? Por eso Jesús viene hoy a advertirles que se metan bien en la cabeza lo que les ha anunciado y ahora les sintetiza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres.
          Ellos estaban perplejos. No entendían ese lenguaje, y todo les resultaba muy oscuro porque no sabían a qué atenerse: no cogían el sentido. Pero por otra parte Jesús les había hablado muy claro. Y juntamente ellos no querían entender aquello. El resultado era que ni entendían ni querían entender, y por eso les daba miedo preguntarle. Podía parecer que no se fiaban de lo que les decía. O que pretendían que tuviera otro sentido que el que aparecía a primera vista. El resultado es que no se atrevían a conocer la verdad; les daba miedo enterarse, y pretendían ocultarse a sí mismos la realidad que Jesús les anunciaba repetidamente.

          ¡Qué difícil es tragarse el dolor! ¡Cómo luchamos la vida entera para eludir el sacrificio! Lo que hicieron los apóstoles, pretendiendo no enterarse, como si así se pudiera eludir el sufrimiento, es lo que hacemos nosotros constantemente. Lo que pasa es que nos topamos con eso mismo a la vuelta de cada esquina. Y que el que pretenda vivir la vida cristiana de verdad, tiene que negar muchas cosas y evitar muchas situaciones y huir de muchas ocasiones para ser fieles a la vida que nos pide el Señor.
          El recurso fácil de muchos es disculparse a sí mismos de sus errores y fallos y siempre buscar una cabeza de turco a la que echarle las culpas, de modo que si no se vive de acuerdo con la voluntad de Dios, siempre hay algo o alguien a quien cargarle el mochuelo. Y suave y disimuladamente se va uno chafando de su propio error, y –como los apóstoles- el miedo a descubrir el anuncio de Jesús, les lleva a ocultar la propia ignorancia no preguntando, no examinando, no reconociendo.

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