sábado, 14 de septiembre de 2019

14 septiembre: Cada árbol da su fruto


LITURGIA
                      Pablo sigue haciendo confesión de su vida al discípulo Timoteo (1ª,1,15-17). Ayer se presentaba como perseguidor y blasfemo. Hoy como pecador, el primero, del que se compadeció Jesucristo, mostrando en él toda su paciencia, y ser así Pablo un ejemplo de todos los que creen en Jesús, que así tendrán vida eterna. Y le dice al discípulo que puede fiarse de lo que le dice y aceptarlo sin reservas. El núcleo es que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores. En consecuencia, al Rey de los siglos, inmortal, invisible y único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos.

          Continúa el Sermón del Llano: Lc.6,43-49. Y Jesús sigue exponiendo doctrina por medio de parábolas, que eran su modo preferido de llegar a las gentes.
          Hoy toca la mirada al árbol: No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano. Eso tiene su traducción fácil en el corazón de cada persona. Cada uno da de sí lo que encierra en su interior. El corazón limpio piensa y reacciona en limpio. El corazón sucio, el mal corazón, lo que produce es maldad y suciedad. Por eso cada persona se define por sus propias obras: Cada árbol se conoce por sus frutos. El manzano da manzanas. El peral, peras. Y según está el árbol, así son las manzanas y las peras. Que de la zarza no se cosechan higos, ni de los espinos se vendimian racimos. El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón, saca el bien; el que es malo, de la maldad de su corazón, saca el mal.
          Y todavía aquilata más lo que quiere enseñar: cada uno habla según lo que lleva en su corazón, porque de lo que rebosa el corazón, habla la boca. El peligro que tenemos es reducir estas cosas a “frases del evangelio” y que no tengan repercusión viva en la vida de las personas. Lo primero que toca siempre analizar es el fondo de la persona. Y si no sabe entrar a fondo, que examine sus frutos. Porque lo que da de sí es lo que hay dentro de la persona. La lengua, como dice Santiago, es como el timón del barco: que siendo pequeño, maneja al barco. Lo que hablamos, nos sale de dentro, y por los frutos hemos de conocernos. Y según ellos, tomar decisiones sobre la purificación que requiere nuestro corazón.
          Sigue Jesús hablando y, apoyado en el dicho anterior, dice ahora que las palabras se las lleva el viento: ¿Por qué me llamáis: ‘Señor, Señor’ y no hacéis lo que yo os digo? Es muy fácil la palabrería en la misma oración, en las expresiones. La boca habla con facilidad pero luego queda lo real: hacer lo que Jesús dice. Nuevamente se fija en los frutos. Toda oración o conversación con Jesús tiene que reflejarse en la obediencia a su palabra.
          El que se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por obra, os voy a decir a quién se parece: se parece a uno que edificaba su casa: cavó, ahondó, y puso los cimientos sobre roca. Vino una crecida, arremetió el río contra aquella casa, y no pudo tambalearla, porque estaba sólidamente construida. Esa es la verdadera actitud evangélica y cristiana. Esto es lo dice la verdad de una vida espiritual.
          El que escucha y no pone por obra, se parece a aquel que edificó una casa sobre tierra, sin cimiento. Arremetió contra ella el río, y en seguida se derrumbó desplomándose.
          La comparación es clara como la luz. Muchos de los que fueron “fieles cristianos” y hoy han abandonado su fe y viven de cualquier manera, está en ese grupo de los que edificaron sobre arena. Cuando las cosas no pintaron fáciles, cuando el mundo tiró de ellos con sus engaños y facilidades, todo se vino abajo. Y esta lección hay que aprenderla y meditarla cuando surgen las crisis de crecimiento que puedan darse en la vida de los fieles. Ahondar, cavar hacia lo interior y echar cimientos más profundos.

          Hace unos días les comentaba cómo Colos.3 me inspiraba mucho para la orientación de los novios. También esta lectura –que está en el ritual de Bodas- es enormemente práctica para orientar a las parejas que se acercan a su matrimonio por la Iglesia (y no siempre bien dispuestos a ello). Al menos orientarles en lo humano, que el hogar hay que fundamentarlo sobre roca. Eso requiere un noviazgo que profundiza, que echa cimientos, que se prepara a recibir sin tambalearse los embates de las tormentas de la vida y las crisis de la convivencia. ¿No será que tantos matrimonios rotos, al poco tiempo de casados, está revelando que se edificó sobre arena? Casi diríamos que ni se edificó. Es para presentarlo abiertamente a los que vienen a nosotros buscando una boda religiosa.

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