lunes, 31 de diciembre de 2018

31 diciembre: Es la última hora


LITURGIA
                      Empecemos el día con una inmensa acción de gracias por todo lo que hemos vivido y se nos ha dado en el transcurso del año que acaba. Demos gracias a Dios por lo bueno que pudo haber en nosotros, e incluso porque de los menos bueno, él sacó la fuerza de su misericordia. Demos gracias por todas las gracias que nos ha dado su amor.
          Es curioso que esta 1ª lectura (1Jn.2,18-21) coincida con el último día del año. A mí me impresiona siempre porque es como una advertencia muy seria al llegar a la culminación de un año civil: Hijos míos, es la última hora. Nos invita a un balance, un inventario, una parada de retiro espiritual. “Es la última hora” suena a aldabonazo en las postrimerías de un período de la vida que se va. Y nos ayuda a preguntarnos cómo fue ese año que ahora llega a su final, a su “última hora”.
          Yo sé que se presta a un cierto examen pesimista, que recordara solamente lo que no se ha hecho, las oportunidades perdidas, los fallos no corregidos… Y aunque eso debe ser también materia de ese “inventario”, no debe quedarse en la visión negativa, sino debe ser la catapulta que nos haga reaccionar. Es una “última hora” que da paso a una primera hora, a una nueva oportunidad.
          Por otra parte, ¿por qué no vamos a reconocer también los pasos adelante que dimos en el año que se acaba? Porque seguro que hay aspectos que se han desarrollado bien en este periplo de 365 días. Y reconocerlos es una manera de dar gloria a Dios, que estuvo siempre “detrás” de ese proceso de renovación. O que lo está ahora mismo para hacernos dar el paso que no llegamos a dar todavía, pero al que no hemos renunciado. A mí me gusta decir que no renuncio a ser como Dios me quiere. Y aunque hay tanto lastre en la vida personal que parece dejar alejado ese ideal, sigo aspirando, sigo no renunciando. Sigo queriendo de corazón que lo que no di en el pasado, quede como una llamada interna en mí para dar el paso adelante.
          San Juan explica que ha surgido de entre su comunidad un anticristo…, muchos anticristos, por lo que nos damos cuenta que es la última hora. Es verdad que mirando el mundo que tenemos delante, nos acucia el pensamiento de que “muchos anticristos” están ahí haciendo la guerra a la venida del Señor, y a que aparezca a las claras la fuerza de su Reinado.
          Confiesa Juan que “no son de los nuestros” aunque salieron de entre nosotros. Si hubieran sido de los nuestros no se habrían apartado de la verdad y de la luz.
          Por eso, en cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Santo y todos vosotros lo sabéis. Conocéis la verdad y ninguna mentira viene de la verdad. He ahí la piedra de toque: proceder con la sinceridad de quienes se han situado de cara a Jesucristo, que es la Verdad por excelencia, y buscar día a día el modo de seguir sus planes y proceder con la limpieza de alma que corresponde a los que estamos “ungidos por el Santo”.

          El evangelio nos vuelve al Prólogo de San Juan (Jn.1-15), en el que el evangelista une el extremo del nacimiento de Jesucristo, según su humanidad, con el nacimiento eterno del Verbo/Palabra de Dios, que no tiene principio, que existe junto al Padre y que es Dios. Que es palabra de Luz verdadera que alumbra a todo hombre.
          Al mundo vino –nacimiento de Jesús en la plena humanidad- y en el mundo estuvo. Ese mundo fue hecho por él. Y a ese mundo vino él, aunque el mundo no lo conoció. Vino a su casa –el mundo que él había creado- y el mundo no lo recibió. Es la historia real que nos puede contar ya Juan cuando escribe al cabo de muchos años, y tiene constatada la experiencia de un mundo que ha rechazado a su autor: un pueblo judío que lo llevó a la cruz; un mundo romano que mata a los seguidores de Jesucristo. Y si Juan habló en lenguaje profético, un mundo de hoy que se aleja progresivamente de la fe cristiana, y sigue persiguiendo y matando a muchos seguidores de Jesús. Esos a los que él hizo hijos, no nacidos de la carne y de la sangre sino de Dios. Y a otros muchos los anestesia para que no tengan el valer verdadero de la fe y de la fuerza de arrastre apostólica y testimonial que se requiere en los creyentes. Y cediendo hoy un poco de aquí y mañana otro criterio de allá, va dejando un mundo amorfo que cada día tiene menos capacidad de reacción frente a la realidad destructora a la que nos somete el ambiente del mundo.

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