viernes, 14 de diciembre de 2018

14 diciembre: Adviento condicional


Liturgia:
                      La profecía de Isaías (48,17-19) es condicional: Yo, el Señor tu Dios, te enseño para tu bien; te guío por el camino bueno. Si hubieras atendido a mis mandatos, sería tu paz como un río, tu justicia como las olas del mar; tu nombre no sería aniquilado. Depende, pues, de ese pueblo la respuesta y con ella la realización de esa fecundidad anunciada en la profecía. La promesa está dada para los tiempos aquellos y para los siglos venideros en los que ha de irse desarrollando esa actitud de acogida.
          ¿Y si no se atienden los mandatos de Dios? La historia del pueblo aquel muestra las enormes penurias por las que fue pasando como consecuencia de su dureza de cabeza y de corazón. Fueron 8 siglos de espera, hasta que se cumpliera la plenitud de los tiempos. Y aun entonces, sabemos que aquel pueblo no acogió la llegada del Mesías de Dios. Se perdió en falsos mesianismos que le obcecaron para reconocer al que le había de traer la salvación.

          De ahí el evangelio escogido para este día, en consonancia con la 1ª lectura. Mt.11,16-19 es la queja de Jesús ante un pueblo que no sabe lo que quiere. Es como los niños sentados en la plaza que gritan a otros: “Hemos tocado la flauta con canciones de fiesta, y no habéis bailado. Hemos cantado lamentaciones de luto y no habéis llorado”. Ha tenido dos opciones en su historia reciente: una es Juan Bautista, un profeta austero que ni comía ni bebía, y decís: “Tiene un demonio”. Vino el Hijo del hombre que come y bebe (que hace la vida del pueblo),  y decís: “Ahí tenéis a un comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”.
          Los hechos, concluye Jesús, dan la razón a la Sabiduría de Dios.

De mi libro: ¿Quién es Este?
Por eso María se retiró pronto; se metió en su profundo desierto en el que necesitaba la respuesta de Dios. Joaquín y Ana, quedaron en donde estaban, callados, observando atenta y disimuladamente a Myriam.
La noche no es fácil de imaginar en Ella. Porque hay estados que desbordan tanto que el sueño vence. Ana y Joaquín durmieron menos… A la mañana siguiente, Ana se levanto muy temprano y María también. Y en aquel silencio, María dijo con rubor: Mamá: tengo que hablarte. Ana dejó todo. Se quitó el delantal, se echó una toquilla por los hombros e invitó a Myriam a hacer igual. Abrieron sigilosamente la puerta y salieron. Ana quería que no hubiera ni la más leve interferencia. Y cuando estaban en la campiña, anunciándose los primeros rayos de sol, María dijo: Me da mucho pudor decirlo, pero, ¡madre!, me ha visitado el Señor. Ana se quedó de una pieza. O no. Porque lo único que podían sospechar de aquella chiquilla tenía que ir por la línea sobrenatural. No querría Ana ni sospechar, ni contradecir… Pero dijo muy quedamente: “¿Estás segura, hijita”?, a la vez que le pasaba la mano por aquel pelo de seda. Y todavía con los ojos más bajos y el color más encendido en sus mejillas…, casi rompiendo a llorar –la emoción y el hecho lo pedían así-, María dijo: ¡Mamá!, es más todavía; Dios me ha visitado y lo llevo aquí. Y pasando levemente su mano por el vientre con infinito respeto, rompió ahora a llorar abiertamente. ¿Cómo me vas a creer, mamá? Bien sé que esto parece de locos, de niña sin juicio. Y sin embargo, es así: estoy encinta.

Era muy difícil seguir aquella conversación. Ana no tenía palabras. ¡Es que no las hay! Lo que siguió fue un silencio casi alarmado. La madre había perdido el resuello. Myriam no tenía más que añadir. Cuando salieron del “susto” (vamos a llamarlo así), Ana tuvo que mirar a los ojos de su hija, blancos como el mismo sol que ya crecía, y le dijo: Bien ves, Myriam, hija mía, que esto tiene que saberlo tu padre. Y Myriam asintió decididamente.

Cuando llegaron a la casa, Joaquín –aunque disimulando- estaba en ascuas. Ana se fue derecho a él y le dijo: Es necesario que hablemos. María se perdió por algún rincón de la casa, y hablaron Joaquín y Ana: En efecto aquí hay algo difícil de explicar. La Niña -no me cabe duda (y tú, Joaquín, piensa igual), ha tenido una visita del Ángel de Dios. Casi que coincide con lo que tú, en tu secreto interior, y yo –en el mío- habíamos sospechado.
María no era sospechosa de fantasías. Era clara como el manantial del pueblo. No era dada a espiritualismos absurdos. Lo que nosotros hemos podido pensar desde el principio iba por aquí, dijo Ana. Lo que nunca podremos explicarnos es por qué a esa niña pobre, sin nada llamativo, en Nazaret… Joaquín estaba de acuerdo, pero…

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