martes, 11 de diciembre de 2018

11 diciembre: Alegría por la oveja recuperada


Liturgia:
                      Una llamada de confianza hacia el pueblo de Dios: Consolad, consolad a mi pueblo, hablad al corazón de Jerusalén: está pagado su crimen. (Is.40,1-11). La llegada del Mesías será la salvación de aquel pueblo y de aquella ciudad que es emblema de todo el pueblo. Dios ha pagado su crimen.
          Lo que se le pide a cambio es que preparen el camino al Señor: allanad la calzada, que los valles se levanten y los montes se abajen, lo torcido se enderece y lo escabroso se iguale. Estamos ante el mismo tema del domingo pasado, muy explicitado por Isaías. Se trata de que la llegada del Mesías no sea en hostilidad por parte del pueblo, sino de un terreno llano  por el que la llegada del Mesías se hace como quien entra en su propia casa. Di a las ciudades de Judá: aquí está vuestro Dios. Dios, el Señor, llega con fuerza… Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres. Es el panorama que dibuja el profeta para anunciar el cambio que va a suponer al pueblo la llegada del Mesías. Y que debe tener aplicación práctica en nosotros, que también tenemos que enderezar caminos y abajar soberbias o corregir los baches de los vicios.

          La última frase ha dejado lugar al tema del evangelio (Mt.18, 12-14) en el que Jesús cuenta su acción misericordiosa con la oveja perdida, a la que busca con denuedo, y cuando ha encontrado a aquella que se perdió, se alegra más por ella que por las 99 que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos.
          También Jesús nos busca a nosotros y espera de cada uno una actitud conforme a esa espera de la llegada a nosotros del Salvador. Y será de gozo y alegría para él, encontrarnos mejor dispuestos para llegar hasta nuestra alma.

De mi libro: “¿Quién es Este”?
Nazaret era una aldehuela sin fama ni renombre, allá en el norte de Palestina. Había allí una niña –una muchachita de 12 años-, honesta, fiel, obediente a Dios en todo. Prometida a un muchacho, y ambos vivían soñando aquel hogar que un día tendrían lleno de hijos: la aljaba llena de flechas… Ella era Myriam.
Y Dios miró en aquella dirección… Encajaba muy bien con sus grandes infinitos proyectos…, en pequeñas vasijas de barro.
Y el cortejo divino se puso lentamente en marcha… Gabriel se adelantó. Debía ver…, hablar a aquella joven… Hablarle sueños de Dios...
Myriam se encontró ante Dios… Y Dios la piropeó: Alégrate, llena de Gracia, el Señor está contigo…  Pero ¿realmente era a Ella? – Sí. Nadie más había allí. Ya era para sentir rubor y turbación, emoción y lágrimas en los ojos. ¡Y no había acabado aquello!
Concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús.
María estaba atónita. No sabía qué pensar ni qué decir. Le comunica Dios que ha hallado su Gracia, y que no tema. A partir de ese momento María sólo necesita saber una cosa: ¿Debe casarse ya con José? ¿El Hijo que se le anuncia, JESÚS, el Salvador, el HIJO DEL ALTÍSIMO, ha elegido entrar en el mundo así…? Necesita hacer esa pregunta para ser fiel con exactitud a los planes de Dios. No pide una prueba para “saber” (como hizo Zacarías). Pero necesita saber lo que Dios propone, lo que Dios quiere. Y la humilde palabra de María, que no tiene con José relación marital, es sencillamente: ¿Qué tengo que hacer?
La respuesta es tan inmensa, tan sencilla, tan divina…, que una muchacha bien formada en las Escrituras divinas, no necesita mucho para entender: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y te cubrirá con su sombra. Ya sabía Ella de esas Presencias activas de Dios desde los mismos comienzos de la Historia de Israel. Y comprendió rápidamente: Allí llevaba Dios toda la iniciativa. Lo que a Ella se le pedía…, lo que a Ella le tocaba, era asentir, pero con tal respeto por parte de Dios, que Dios no le imponía. Dependía exclusivamente de Ella y de su libre SÍ…
Y aunque Gabriel siguió hablando, explicando (y hasta dándole una prueba que Ella no necesitaba para creer y entregarse), lo que sintió fue la prisa por responder a Dios. Y sin fijarse en nada más, sin querer saber nada más, lo que estalló en su alma fue aquel inmenso: YO SOY LA ESCLAVA DEL SEÑOR…, no me pidas permiso. HÁGASE EN MÍ TAL COMO TÚ QUIERES.
Con velocidad vertiginosa, atravesando espacios infinitos, el cortejo divino se plantó ante la casa de María. El Espíritu CUBRIÓ el misterio… El Verbo de Dios Altísimo ENTRÓ allí donde le habían aceptado incondicionalmente. Murmullo celestial de ángeles que susurraban… Y EL HIJO DE DIOS SE HIZO HOMBRE en el seno de María. Gabriel y las miríadas de ángeles se retiraron de puntillas, y dejaron a María con su silencio infinito. Ella, ahora, ni hablaba, ni pensaba, ni podía hablar.
Nosotros podemos adorar en enorme silencio.

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