ESCUELA DE ORACIÓN, 5,30 Málaga.- Viernes 21
LITURGIA
Hoy llegamos en la liturgia prenavideña a uno de los dos grandes
misterios de la fe cristiana. El primero –misterio por excelencia- es el de la
Santísima Trinidad, que jamás se hubiera podido conocer si Dios no lo revela. Y
el segundo gran misterio, el de la Encarnación, esa realidad inaudita de Dios
haciéndose hombre. Realidad que tampoco hubiéramos podido nunca imaginar ni
conocer si Dios no nos lo hubiera manifestado, porque son dos términos tan
diversos –Dios y hombre- que no podríamos nunca haber concebido los humanos que
se juntaran en una misma persona. Pero para Dios fue posible.
Es tan misterio, tan inasequible a la posibilidad humana,
que cuando Dios le propone a Acaz –Is.7,10-14- que pida un signo imposible, le
dice que lo pida en lo alto del cielo, en
lo profundo del abismo, es decir, allí donde no tiene poder el hombre y
sólo puede hacerlo Dios. Acaz se resiste y Dios le da la señal: una virgen encinta que da a luz un hijo, que
es Dios-con-nosotros.
Esa prueba y promesa de Dios tiene lugar, llegada la plenitud
de los tiempos, en el misterio de la encarnación del Verbo, que se encarna en
el seno de una muchachita de una aldea de Palestina, llamada Nazaret. Y el nombre de la virgen era MARÍA,
prometida en matrimonio a un hombre bueno, llamado José.
Dado el dato, José ya no intervine en toda la secuencia.
María es visitada por un ángel de Dios (expresión utilizada en la Biblia muchas
veces para expresar a Dios mismo), que la saluda con unas palabras admirables
que hacen sentir turbación a la joven María. El ángel, entrando adonde ella estaba, le dice: Dios de salve,
agraciada (o pletórica de gracia de Dios); el Señor está contigo, bendita tú
entre las mujeres.
María no acertaba a pensar qué saludo era aquel. Y el ángel
continuó: No temas, María, porque has encontrado
gracia ante Dios (has encontrado su favor). Concebirás en tu seno y darás a luz
un hijo a quien pondrás por nombre JESÚS, Para una mujer hebrea todo esto
era muy significativo. Evocaba a Isaías, a Acaz, a la promesa de Dios, al
“signo en lo alto del cielo o en lo profundo de abismo”, algo muy divino y
especial, que se le estaba anunciando a ella.
Pero había un punto que necesitaba aclarar para ser fiel a
la palabra que se le comunicaba de parte de Dios: ¿qué es lo que el mensajero
divino le decía? ¿Qué se uniera a José para tener un hijo? ¿Qué había llegado
la hora de realizar formalmente su matrimonio? Y preguntó para saber lo que
Dios podía querer: ¿Cómo será eso pues yo
no vivo aun maritalmente con un varón? O lo que podría traducirse en lenguaje
llano: ¿Qué es lo que tengo que hacer?
Y el ángel le revela entonces el misterio: no tiene ella
nada que hacer por su cuenta, porque Dios es quien toma la iniciativa: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la
fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Otra imagen bíblica muy
familiar a un hebreo: la nube densa que cubría la Tienda del Encuentro y que
manifestaba así que Dios se había hecho presente. Los israelitas se salían
afuera de sus tiendas y se postraban mientras la nube cubría el santuario, adorando
la presencia de Dios.
Pues esa “nube” del Altísimo era la que iba a cubrirla a
ella, y Dios se le iba a entrar por las puertas de su seno para hacer que el
Hijo de Dios tomara carne en las entrañas purísimas de María. Ella se sintió
anonadada, y sin querer saber ya más –ya lo sabía todo- acogió de rodillas
aquella palabra: Yo soy la esclava del
Señor; hágase en mí según tu palabra No me digas más, no me expliques más.
Yo me siento esclava, y los amos no preguntan a sus esclavos. Sencillamente
hacen. Pues HÁGASE. Y María quedó sumida en un éxtasis, como si no viviera en
este mundo.
El ángel se retiró sin querer sacar a la muchacha de su
arrebato profundo, y sin hacer ruido se marchó. La misión estaba cumplida.
Luego, cuando al cabo de un largo rato se rehízo María,
rememoró las últimas palabras que le había dirigido el ángel de Dios, referente
a la situación de su pariente Isabel, que ya estaba de seis meses la que
llamaban estéril. Que fue como la delicadeza de Dios para “probar” que lo que
había sucedido era una realidad que María misma podría comprobar.
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