sábado, 15 de diciembre de 2018

15 diciembre: Elías, profeta de fuego


Liturgia:
                      La 1ª lectura de hoy es del Ecclo.48.1-4.9-11 y un tanto en la línea de ayer la liturgia quiere advertir que el adviento requiere respuesta por parte nuestra. De ahí que se presente a Elías como un profeta de “palabras de horno encendido” que actuó frente a los que fueron infieles. Fue arrebatado al cielo, reservado para el momento  oportuno, para restablecer las tribus de Israel.

          Jesucristo habla en lenguaje figurado en Mt.17,10-11, hablando de “Elías” como si hubiera de volver de ese cielo al que fue arrebatado, aunque en realidad está refiriéndose a Juan Bautista, cuyas características son semejantes a las de Elías: palabras de fuego. Pero sus contemporáneos no quisieron recibirlo, como no recibieron a Elías sus contemporáneos. Y entonces es cuando los discípulos caen en la cuenta de que Jesús no habla de Elías sino del último profeta del Antiguo Testamento, que fue Juan Bautista.

          Con este texto se cierra la primera parte del adviento litúrgico, porque mañana llega el domingo, y ya el lunes empezamos la segunda parte, con los evangelios correspondientes a los de la “infancia” que nos narra San Lucas (y algo San Mateo). Si en la primera parte han llevado las primeras lecturas la voz cantante, a partir del lunes ya es “la historia” que precedió a la primera Navidad. Por eso también cobra más actualidad la lectura de “Quién es Este” para acompañar en ese tiempo previo al acontecimiento de Belén.

De mi libro: ¿Quién es Este?

El “pero” se lo segó Ana antes de que lo pronunciara: Joaquín: no es eso todo; hay más…, mucho más… Dios la ha visitado y Myriam está embarazada". Joaquín dio un salto. Joaquín sintió el dolor del varón herido. Ana, con delicadeza de mujer y de esposa, y con el cariño de madre, tocó en el hombro de Joaquín y le hizo sentarse y serenarse, cuanto fuera posible. Es claro, Joaquín, que tú tienes que hablar con ella. Ella te va a contar todo. Y aquí hay algo tan inaudito, que necesitamos de inmensa prudencia. Porque, por si faltaba algo…, José, el bueno de José…

Joaquín apenas podía asimilar. Hundió su cabeza entre las manos. Ana se retiró. Había que digerir mucho, y Joaquín necesitaba su tiempo. Joaquín permaneció así largo rato… Pensó. Devanó su mente… Las ideas de mil tipos se le iban y se le venían… ¡Tenía que hablar con María…, pero qué difícil era aquello!  Y con José ¿quién tendría que hablar?

Avanzaba la mañana. Joaquín estaba serio. No disgustado. Ana le indicó a María que se fuera a su padre. María, con aquellos ojos blancos de su inocencia, se llegó a su padre y lo besó: “Buenos días, papá”. – Aquí estaba yo queriendo hablar contigo. Tu madre ya me ha dicho lo que sabe. Pero yo quiero que tú me cuentes. Y María se puso a sus pies y le fue desgranando paso a paso lo que había ocurrido.
Joaquín estaba entre admirado y lleno de extrañeza. Pero la mirada de su hija siempre estuvo fija en él, y la verdad es que traslucía azul de cielo. Joaquín no podía dudar de lo que ella le contaba, pero no alcanzaba a poder creer todo lo que le decía. Joaquín sabía que Dios puede hacer eso y más. Pero le había tocado a ellos y a ella que, de verdad, no eran nadie (pensaba él).

Cuando acabó María su relato, Joaquín sólo pudo añadir una palabra: -“Myriam, hija. Y ahora José ¿qué? ¿Qué se le puede decir? ¿Quién se lo dice? En realidad debo ser yo quien afronte este paso. Me duele por él”. María no supo hacer otra cosa que echarse a llorar. Quería ella mucho a José, y aquella situación le desgarraba el alma.


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