martes, 4 de septiembre de 2018

4 septiembre: Calla y sal de él


Liturgia:
                      Es muy interesante el razonamiento de Pablo en 1Co.2, 10-16, y de una lógica clarísima. Con conocimientos y sabiduría humana no se captan los temas del espíritu. Por usar una comparación, como hace el apóstol, el cuerpo no puede captar las cosas del alma. Es desde el propio espíritu como se conocen las cosas íntimas de la persona. Lo mismo que lo profundo de Dios sólo lo conoce el Espíritu de Dios. Nosotros tomamos conciencia de los dones de Dios porque las descubre nuestro mundo espiritual, nuestro espíritu.
          Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, lo hacemos con lenguaje espiritual. Y nos entienden. No podemos usar ese mismo lenguaje con gentes que tienen atrofiado el sentido espiritual, porque no pueden llegar a captar las cosas espirituales. Les parecen una locura. Y esto lo tenemos más que comprobado cuando nuestras experiencias de orden sobrenatural pretendemos explicarlas a gentes que carecen de ese sexto sentido.
          Acaba diciendo Pablo que nosotros tenemos la mente de Cristo. Es evidente que la fe nos sitúa en otro nivel. Que desde la fe “comprendemos” lo que sin fe es imposible de acoger. Y la fe nos introduce en la mente de Cristo para poder ver la vida desde la mirada y la verdad de Cristo. No se improvisa. Es un don. Hemos de agradecer haber recibido ese don. Nos resulta casi inexplicable que no pueda entendernos el que no tiene esa fe. Y sin embargo es que carece del sexto sentido y que no es que la persona sea peor. Es sencillamente que no tiene “el instrumento” para poder captar. Muchas gracias tenemos que dar a Dios, porque puso en nosotros la fe, esa dimensión sublime que nos hace poder ”comprender” lo humanamente incomprensible, inabarcable. Y muchas gracias tenemos que dar a nuestros padres, a haber nacido en un ambiente religioso y cristiano, y de nuestros Maestros, que continuaron en nosotros la obra de la formación en valores espirituales.

          Nazaret había rechazado a Jesús, y Jesús no pudo hacer allí la obra que había soñado hacer. Se marchó de allí para no volver más, y se dirigió a Cafarnaúm, cercana (Lc.4,31-37), para seguir su labor. Y fue en el sábado siguiente cuando Jesús actuó de nuevo, por una parte enseñando, y por otra liberando de los malos espíritus. Se rebelaba aquel mal espíritu de un hombre, que pretende poseer también a Jesús: Sé quién eres: el santo de Dios, lo que expresaba a grandes gritos, espetando contra Jesús: ¿Has venido a destruirnos?
          Jesús no entra en conversación con el mal espíritu. Sencillamente le conmina: ¡Calla y sal de él! Y con uno de esos gestos que son típicos del espíritu el mal, que es hacer una acción ruidosa que pretendería que fuese dañosa y llamase la atención, sale del endemoniado tirándolo por tierra pero sin poder hacerle daño, porque ya estaba bajo la protección de Jesús.
          La gente se admira y pregunta qué tiene su palabra. También en Nazaret se admiraron, pero surgió la crítica de un negativista que acabó arrastrando a los más exaltados para ir contra Jesús. Aquí ahora en Cafarnaúm la admiración lo que hace es dejar boquiabiertos ante la fuerza de aquella palabra que se impone al mal espíritu y lo calla y lo lanza. Y lejos de la crítica lo que hay es un reconocimiento de la autoridad de aquella palabra, y el poder para echar fuera todo lo que es contrario a la obra del Maestro.

          Quiero hacer parada en una realidad que ya he reseñado: Jesús no entra en relación con el mal. No cabe diálogo con él. En el diálogo con el mal espíritu se sucumbe siempre porque el demonio es ladino y sutil y siempre enreda y acaba llevándose el agua a su molino. Por eso Jesús no le pregunta cómo es que lo conoce, ni entra en ninguna explicación: opta por mandarle callar e imponerle salir de aquel hombre al que tiene dominado y poseído.
          El gran error de muchos adultos que están jugueteando con páginas de moral muy dudosa es el pecado del “diálogo” con el peligro. Empieza por una aparente simple curiosidad, y siempre se acaba en la caída, que no se había querido expresamente. Pero ese “flirteo” con el mal espíritu, ese sutil engaño que padece (y al que se presta) el sujeto, acabará siempre con una caída, y con su correspondiente aparente arrepentimiento de corazón. Pero no en un aborrecimiento de la situación más que conocida, y que se viene a repetir como en una fatal perenne e inmadura adolescencia.

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