viernes, 28 de septiembre de 2018

28 septiembre: El Mesías de Dios


Liturgia:
                      Llegamos a un texto muy conocido del libro del Eclesiastés: 3,1-11, en el que el autor, con su realismo ya manifestado en la lectura de ayer, nos lleva a esa realidad de que en la vida hay un tiempo para cada cosa, y lo que hace falta es vivir cada situación en su momento oportuno, y no pretender forzar los tiempos y los ritmos y no pretender quemar etapas en las que se quiere alterar la realidad de la vida.
          Hoy es muy corriente, enfermizo diría yo, pretender que las soluciones a cualquier problema se den “YA”. Hay un verdadero vicio de inmediatez, cuando la realidad es que las cosas requieren su tiempo, y que no se puede resolver en el instante lo que lleva tiempo sin poder resolverse.
          De ahí que el Predicador y autor de este libro nos lleve a esa enumeración prolija de los tiempos de cada eventualidad: tiempo de nacer, tiempo de morir. Y como eso, todo lo demás que depende de la voluntad del hombre: tiempo de sembrar, tiempo de arrancar, y ni puede precipitarse el principio ni el final. Tiempo de construir y tiempo de derruir…, y así todo el conjunto de posibilidades que detalla el autor, queriendo con ello darnos pie a que no tengamos las prisas del “YA”, porque no ha llegado la hora de ese punto que se reclamaba.
          Y termina ese largo párrafo diciendo: no temáis… Dadle a cada cosa su tiempo, y los resultados irán llegando.
          ¿Qué saca el obrero de sus afanes? Todo lo hizo Dios hermoso para que pensaran, pero el hombre no puede abarcar la obra de Dios del principio al fin. A todo hay que irle dando sus tiempos, y que el hombre tenga ocasión de pensar e ir avanzando poco a poco al modo que le es factible y que las cosas requieren.

          Aterrizamos una vez más en ese evangelio en el que Jesus indaga lo que se piensa de él. La descripción de Lucas es más corta y no se mete en detalles posteriores: 9,18-22. Jesús pregunta a sus discípulos: ¿quién dice la gente que soy yo? Y las respuestas, en una sociedad religiosa e imbuida de Escrituras Santas, se queda en los personajes más llamativos: unos dicen que es Juan Bautista; otros, que Elías; otros que uno de los antiguos profetas.
          Podía ser que a Jesús le interesara saber lo que opinaba la gente. Pero también pienso que fue una manera de llegar a lo que realmente quería él llegar: Y vosotros ¿quién decís que soy Yo? Eso era lo que de veras interesaba a Jesús, porque eran sus seguidores y los que estaban llevando adelante la obra de Jesús. Pero verdaderamente ¿qué idea tienen de Jesús?
          Podían haber ido respondiendo poco a poco y que cada cual expusiera su idea de Jesús. Hoy nos sería muy interesante, y en esas respuestas podríamos habernos sentido identificados nosotros. Pero Simón Pedro nos privó de ese conocimiento porque él se adelantó y respondió en nombre de todos y con contundencia: El Mesías de Dios.
          Jesús prohibió determinadamente que eso lo publicaran a las gentes, porque Jesús pretendía realizar su obra mesiánica y ser descubierto por las obras, y no por el posible contagio emocional de que alguien lanzara el grito de que “tú eres el Mesías”.
          Lo que sí hizo Jesús fue concretar lo que eso suponía: ser el Mesías no era un título de triunfo ni de dominio. Tenían las gentes que irlo descubriendo desde las obras mesiánicas que realizaba y que ya estaban anunciadas desde siglos atrás. Pero lo que Jesús sí quiso que sus discípulos conociesen al detalle, era la realidad que suponía ser el “Mesías de Dios”: tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y doctores de la ley, ser ejecutado y resucitar al tercer día.
          El texto no nos dice la reacción que aquello provocó en los discípulos. Mañana, con la fiesta de los Arcángeles, no seguiremos la lectura continuada. Pero si la adelantamos, encontraremos que los  apóstoles no se enteraron o no se quisieron enterar. Y tiene Jesús que martillearles la idea: Meteos esto bien en la cabeza: al Hijo del hombre lo van a entregar en manos de los hombres. Ellos no entendían este lenguaje y les resultaba tan oscuro que no cogían su sentido. Les escandalizaba. Huían de conocer esa realidad. Casi que pensaban que no lo habían oído bien. Pero les daba miedo preguntarle sobre el asunto, y se metían dentro de su caparazón, pretendiendo ignorar lo que habían oído. Era difícil aceptar lo que Jesús les estaba anunciando sobre su verdadero mesianismo. El eterno tema: pretender manipular a Jesús.

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