martes, 3 de abril de 2018

3 abril: Convertidos por la predicación


Liturgia:
                      La liturgia de hoy es muy expresiva, empezando ya por la 1ª lectura (Hech.2,36-41) en que a la predicación de Pedro le surge una pregunta por parte de los oyentes. Y la predicación de Pedro es el tema esencial de la predicación cristiana, el mensaje clave que encierra todo el secreto de la fe: que todo Israel esté cierto que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías.
          Nos dice el autor del texto que estas palabras les traspasaron el corazón. Es la fuerza de la Palabra cuando no nos limitamos a “leer”, a “saber”, sino que dejamos que entre dentro y nos cuestione. La gente ha escuchado la predicación del día de Pentecostés, y acaban muchos dirigiéndose a Pedro para preguntarle las consecuencias de aquello que acaba de decir: ¿Qué tenemos que hacer, hermanos? Estaba el horno encendido. Ya sólo quedaba la respuesta de Pedro para que sus palabras tuvieran el eco que había pretendido.
          Pedro respondió: Convertíos y bautizaos todos en nombre de Jesucristo para que se os perdonen vuestros pecados, y recibiréis el Espíritu Santo. Lo esencial de la respuesta es convertirse. Conversión que supone salir de una postura y emprender el camino hacia otra. En sentido estricto es abandono de los ídolos para volverse al Dios verdadero. Pero que a los que ya no están en el plano de los ídolos, todavía les toca un cambio desde sus posturas humanas y su misma manera de vivir la fe, a esa otra realidad que compromete a vivir de acuerdo con la Palabra de Dios. A pasar –en este caso concreto- desde la actitud judía que ha rechazado al Mesías, a la aceptación del tal Mesías al que ellos han crucificado pero al que Dios ha resucitado.
          El efecto de esa conversión va a ser la invasión del Espíritu Santo para esos que aceptan, y por supuesto para todos aquellos a los que llame el Señor.
          Y nos dice el libro de los hechos que la acción del Espíritu fue tal que hubo una conversión masiva y que fueron 3,000 los que aceptaron la fe y se bautizaron.

          En el evangelio entra Juan (20,11-18) con la narración emotiva de la que podríamos llamar “la conversión de María Magdalena”, que pasa desde la desesperanza total a la euforia plena; desde la penosa idea del “robo del cuerpo de Jesús”, al encuentro personal en que se puede acoger a los pies mismos de ese Jesús que nadie robó, sino que –tras su paso por la muerte- ha vuelto a la vida, como tenía más que anunciado.
          Porque ahí está la fuerza de los relatos de la vida gloriosa de Jesús: que en cada paso de aquellos en los que Jesús se presenta vivo ante sus discípulos, siempre hay un estribillo: como estaba anunciado (por el propio Cristo), o bien –con un circunloquio- porque el Mesías tenía que padecer para entrar después en su gloria.
          Lo que resalta de ese relato evangélico es la fuerza del afecto que pone una mujer, fuerza que no se puede contener en la lógica, que traspasa todos los razonamientos, y que vive plenamente el momento desde el mismo corazón.
          Cualquiera que lea con detenimiento esta descripción de Juan, tiene que ver que María Magdalena estuvo fuera de todo lo razonable en su conversación con el supuesto jardinero. Y comprende uno que el momento en que Jesús se presenta, tenga que ser una admiración con el nombre de la mujer. Ese “MARÍA” que no es simplemente nombrarla por su nombre, sino una llamativa advertencia de que está delirando, de que no ha dicho una palabra coherente, de que está como ofuscada… Un “MARÍA” que ponía en el tono de Jesús todo un admirado reconocimiento de los sentimientos de aquella mujer semienloquecida por la idea del amigo que ha perdido.
          Pero un “MARÍA” que es como un bálsamo de suavidad, un elixir de la verdad, por el que María Magdalena se ilumina de pronto y ya no tiene más reacción que la de echarse a los pies de Jesús, cogérselos como quien quiere evitar que se le pueda ir. Y Jesús que con delicadeza suma –como él sabe- deja un rato que siga aquella experiencia de María, y que se sosiegue.
          Hasta que surge la vocación apostólica: María Magdalena es enviada a los apóstoles y discípulos para dar la buena noticia de que ha visto al Señor y le ha dicho tales cosas. Quienes habían visto a aquella mujer desencajada por el dolor y el terror del robo del Señor y ahora la ven eufórica con un mensaje alegre, no pueden menos que admitir que la resurrección de Jesús es un hecho incontrovertible.

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