jueves, 4 de enero de 2018

4 enero: ¿Donde vives?

LITURGIA
                        En 1Jn.3,7-10 hay un argumento muy simple y repetido de varias formas: el que peca (y es evidente que se refiere a pecados que apartan de la amistad con Dios) no es de Dios. El hijo de Dios no peca. Y por “pecado” entiende no sólo el que pudiera ser sólo contra Dios, sino el que se hace contra el prójimo.
            Jesucristo ya advirtió que el justo peca siete veces al día”, pero son los fallos que se tienen en la vida diaria, que son inherentes a la naturaleza humana, pero que no son “pecados de muerte”. Con ellos ya cuenta San Juan y a eso no se refiere al decir que “el hijo de Dios no peca”. San Juan está refiriéndose al “pecado de muerte”, al que llamamos “pecado mortal”, que es el que rompe la relación de la persona con Dios, bien sea directamente un pecado que transgrede una norma de Dios, bien sea el que se comete expresamente contra los prójimos.
            Y sería importante hacer aquí una explicación de circunstancias que hacen más grave al pecado, que no tiene la misma trascendencia si se ha caído en él una vez o esporádicamente, y el que se tiene como actitud. Para entendernos, bajo al ejemplo: una falta a Misa una vez un día de precepto, no tiene la misma gravedad que una práctica habitual de la crítica, pues un fallo suelto no constituye una postura de la persona, mientras que un fallo repetido acaba haciendo a la persona “así”. Llevarse un día un objeto de un supermercado es un fallo, pero no hace a la persona “ladrona”. Hacerlo por costumbre, define a la persona como “ladrona”. En cada uno de esos primero casos, no hay “pecado de muerte”; es compatible con ser “hijo de Dios”. En los segundos casos, hay una gravedad que no es propia de un hijo de Dios.

            En el evangelio de Jn 1,35-42 tenemos esa deliciosa página del encuentro con Jesús de los primeros discípulos. El Bautista señala a Jesús ante sus seguidores, como el CORDERO DE DIOS. De ellos, hay dos que se sienten movidos por aquella presencia, y lo siguen a cierta distancia y disimuladamente.
            Jesús se vuelve a ellos y les pregunta: ¿Qué buscáis? Y ellos en vez de responder que lo iban siguiendo a él, optan por otra pregunta: ¿Dónde vives? Tiene su encanto esta forma de respuesta porque va más al fondo. No solo es que tengan una curiosidad por él sino que se interesan por saber su lugar de parada. Tiene también su cierto disimulo al haberse visto descubiertos, y que sienten el rubor de ese encuentro y optan por una pregunta que no les compromete.
            Pero Jesús está sintiendo la emoción de aquel momento y con su mejor sencillez los invita: Venid y lo veis. Ya no se trata de una “dirección” que indicara el lugar donde vivía, sino una invitación a que vengan con él y convivan un rato, y conversen, y vean. Y aquella invitación se convirtió en una amplia conversación en la que aquellos dos se encontraron con una auténtico mundo que les ganaba el alma, y la conversación se prolongó hasta las 4 de la tarde.
            Verdaderamente habían visto dónde vivía, aunque con esa profundidad que no es sólo ver el lugar, sino ver la hondura del Corazón de aquel Cordero de Dios. Y se quedaron impactados por aquella convivencia hasta el punto de que al encontrarse Andrés (que era uno de los dos) con su hermano Simón, ya le trasmite abiertamente que han encontrado al Mesías. Y como Simón no debió quedarse muy convencido, o bien estaba admirado y curioso, Andrés lo conduce a Jesús. Era lo más lógico y lo más convincente.
            Y cuando Jesús vio llegar a Simón, sin mediar palabra le dijo algo estremecedor: Tú eres Simón, el hijo de Jonás. Tú serás PEDRO. Para un israelita aquello no era un simple juego de palabras. El nombre representaba una vocación. Y Simón se quedó pasmado e impactado. El nombre que recibía de Jesús era de mucha envergadura. Y en realidad era una vocación a la que le llamaba aquel Cristo, Mesías de Dios.

            Ayer tocaba yo en este espacio la profundidad de NOMBRE por el que somos conocidos por Dios. Aquí tenemos un claro ejemplo de esa importancia que tiene el nombre y el responder cada uno a ese NOMBRE que Dios nos tiene asignado.

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