Madre de la Iglesia
María concibió en su seno y dio a luz a Jesús. El Espíritu
Santo de Dios la cubrió con su sombra y Dios se hizo hombre en el seno de
María. Al final de ese arco iris de paz, María está en oración junto a los
discípulos en el piso alto del Cenáculo, y allí viene el Espíritu Santo y nuevamente
María es invadida y de esa misteriosa conjunción nace la Iglesia. Los apóstoles,
unos pescadores o gentes sin formación, tímidos y escondidos por el miedo a la
persecución, se yerguen con una elocuencia y una fuerza y un valor
insospechable y predican a las multitudes y –sin disimular ni atemperar con
medias palabras- y les echan en cara que ellos han matado a Jesucristo,
llevándolo a manos de las fuerzas civiles. Pero
ese Jesús ha resucitado y es ahora el que está allí presente y el que les
da fuerza para predicar y pone palabras en sus bocas y les hace valientes e
intrépidos para que comuniquen al mundo aquella culpa que cometieron y la salvación
que les llega por el propio triunfo del Jesús que ellos crucificaron.
Y el pueblo acepta aquel discurso y hay conversiones
masivas y se adhieren a la nueva causa. MARÍA
estaba allí. La Iglesia nacía bajo el manto de María, que, con el
Espíritu Santo, volvía a poner en pie la fuerza de Jesús.
Desde entonces María constituye un pilar inalterable en la
Iglesia. Alrededor de María se han creado fuerzas especiales de mantenimiento
de la fe, y María está ahí como un bastión que defiende de los ataques de la
maldad. Bien podemos asegurar que hay miles de creyentes a quienes sólo les
queda la fe en María; miles de gentes que han abandonado a Dios y sus
mandamientos, a Cristo y su evangelio, a la Iglesia y sus caminos. Pero permanecen
asidos a una devoción mariana, como el pilar de seguridad en el que queda
prendida su deficiente fe, pero agarrados fuertemente por la Madre, Maestra y
Señora, que sostiene el nervio esencial para que esas criaturas permanezcan en
la fe de la Iglesia y posiblemente mueran con la medalla de la Virgen cogida
entre sus manos.
En el Concilio Vaticano II los Padres Conciliares aclamaron
en pie la declaración de MARÍA COMO TIPO DE LA IGLESIA, pensando que la Iglesia
es hoy como una continuidad de la obra de María, y que todo lo que la Iglesia
trasmite está encerrado en María, y que todo lo que ata a las almas a la figura
de María está atándolas a la Iglesia.
La Iglesia, pues, fomenta la devoción mariana y la sitúa en
su verdadero lugar. Por un tiempo se quiso ensalzar tanto a María que se le
elevó a una altura “divina”. Hubo momentos en que la obra de salvación se le
dejó –de alguna manera- a María: ella tenía “la llave de la puerta falsa del
cielo”. María salvaba más almas que la redención de Jesucristo. Luego se situó
a María en su verdadero lugar en la Iglesia de Jesucristo, en la que ella está
asociada libremente por Cristo a su obra: Cristo es el único salvador. Cristo
es el único mediador entre el Padre y la humanidad. Pero la fuerza de la
redención es tan imponente que Jesús asocia a María a esa obra y la hace partícipe de la redención de Cristo, y María
es así constituida corredentora, medianera entre Cristo y los hombres, ejerciendo
su papel de Madre y Maestra. Para ello queda María en la Iglesia primitiva
cuando Jesús sube al Cielo: le quedaba una labor que hacer. Labor que ella no
ha dejado de hacer después de haber sido llevada a la derecha de su Hijo
Salvador.
Jn 15, 18-21 presenta la lucha de Cristo con el mundo. “Mundo”
es aquí el conjunto de fuerzas hostiles al evangelio. Ese mundo que quiso
acabar con Jesús y lo llevó hasta la cruz, creyendo así acabar con él. Ese
mundo que hoy día permanece al margen de Dios, de Cristo, de la Iglesia, de la
fe. Mundo del dinero, del placer de la falsa libertad, que rechaza toda norma y
todo punto de referencia de valor. Ese mundo profano y profanador, manejado por
las fuerzas del mal, las mafias (masonería) que viven y fraguan su convicción
en el odio a Dios y a la obra de Dios. Ese mundo que persiguió y persigue a
Jesús.
Pues ese mundo os odiará también a vosotros. Ese mundo en
medio del cual convivís y va ganando el terreno porque las fuerzas del mal no
tienen fronteras. Si fuerais del mundo, el mundo no os odiaría. Pero como no
sois del mundo, el mundo os odia. Y si no ha llegado aún a la violencia física
(en nuestras latitudes), se está cebando en las profanaciones contra lo más
sagrado que tenemos y más querido: la EUCARISTÍA, de lo que tenemos recientes
ejemplos en los últimos días.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡GRACIAS POR COMENTAR!