sábado, 20 de mayo de 2017

20 mayo: María y el mundo

Madre de la Iglesia
          María concibió en su seno y dio a luz a Jesús. El Espíritu Santo de Dios la cubrió con su sombra y Dios se hizo hombre en el seno de María. Al final de ese arco iris de paz, María está en oración junto a los discípulos en el piso alto del Cenáculo, y allí viene el Espíritu Santo y nuevamente María es invadida y de esa misteriosa conjunción nace la Iglesia. Los apóstoles, unos pescadores o gentes sin formación, tímidos y escondidos por el miedo a la persecución, se yerguen con una elocuencia y una fuerza y un valor insospechable y predican a las multitudes y –sin disimular ni atemperar con medias palabras- y les echan en cara que ellos han matado a Jesucristo, llevándolo a manos de las fuerzas civiles. Pero ese Jesús ha resucitado y es ahora el que está allí presente y el que les da fuerza para predicar y pone palabras en sus bocas y les hace valientes e intrépidos para que comuniquen al mundo aquella culpa que cometieron y la salvación que les llega por el propio triunfo del Jesús que ellos crucificaron.
          Y el pueblo acepta aquel discurso y hay conversiones masivas y se adhieren a la nueva causa. MARÍA  estaba allí. La Iglesia nacía bajo el manto de María, que, con el Espíritu Santo, volvía a poner en pie la fuerza de Jesús.
          Desde entonces María constituye un pilar inalterable en la Iglesia. Alrededor de María se han creado fuerzas especiales de mantenimiento de la fe, y María está ahí como un bastión que defiende de los ataques de la maldad. Bien podemos asegurar que hay miles de creyentes a quienes sólo les queda la fe en María; miles de gentes que han abandonado a Dios y sus mandamientos, a Cristo y su evangelio, a la Iglesia y sus caminos. Pero permanecen asidos a una devoción mariana, como el pilar de seguridad en el que queda prendida su deficiente fe, pero agarrados fuertemente por la Madre, Maestra y Señora, que sostiene el nervio esencial para que esas criaturas permanezcan en la fe de la Iglesia y posiblemente mueran con la medalla de la Virgen cogida entre sus manos.
          En el Concilio Vaticano II los Padres Conciliares aclamaron en pie la declaración de MARÍA COMO TIPO DE LA IGLESIA, pensando que la Iglesia es hoy como una continuidad de la obra de María, y que todo lo que la Iglesia trasmite está encerrado en María, y que todo lo que ata a las almas a la figura de María está atándolas a la Iglesia.
          La Iglesia, pues, fomenta la devoción mariana y la sitúa en su verdadero lugar. Por un tiempo se quiso ensalzar tanto a María que se le elevó a una altura “divina”. Hubo momentos en que la obra de salvación se le dejó –de alguna manera- a María: ella tenía “la llave de la puerta falsa del cielo”. María salvaba más almas que la redención de Jesucristo. Luego se situó a María en su verdadero lugar en la Iglesia de Jesucristo, en la que ella está asociada libremente por Cristo a su obra: Cristo es el único salvador. Cristo es el único mediador entre el Padre y la humanidad. Pero la fuerza de la redención es tan imponente que Jesús asocia a María a esa obra y la hace  partícipe de la redención de Cristo, y María es así constituida corredentora, medianera entre Cristo y los hombres, ejerciendo su papel de Madre y Maestra. Para ello queda María en la Iglesia primitiva cuando Jesús sube al Cielo: le quedaba una labor que hacer. Labor que ella no ha dejado de hacer después de haber sido llevada a la derecha de su Hijo Salvador.

          Jn 15, 18-21 presenta la lucha de Cristo con el mundo. “Mundo” es aquí el conjunto de fuerzas hostiles al evangelio. Ese mundo que quiso acabar con Jesús y lo llevó hasta la cruz, creyendo así acabar con él. Ese mundo que hoy día permanece al margen de Dios, de Cristo, de la Iglesia, de la fe. Mundo del dinero, del placer de la falsa libertad, que rechaza toda norma y todo punto de referencia de valor. Ese mundo profano y profanador, manejado por las fuerzas del mal, las mafias (masonería) que viven y fraguan su convicción en el odio a Dios y a la obra de Dios. Ese mundo que persiguió y persigue a Jesús.

          Pues ese mundo os odiará también a vosotros. Ese mundo en medio del cual convivís y va ganando el terreno porque las fuerzas del mal no tienen fronteras. Si fuerais del mundo, el mundo no os odiaría. Pero como no sois del mundo, el mundo os odia. Y si no ha llegado aún a la violencia física (en nuestras latitudes), se está cebando en las profanaciones contra lo más sagrado que tenemos y más querido: la EUCARISTÍA, de lo que tenemos recientes ejemplos en los últimos días.

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