jueves, 29 de noviembre de 2018

29 noviembre: El final de los tiempos


BEATO FRANCISCO BERNARDO DE HOYOS, jesuita.
            Sin haber empezado el cuarto curso de Teología ni llegado a la edad necesaria para ser sacerdote, sus superiores pidieron una dispensa especial, con la que pudo ser ordenado presbítero el 2 de enero de 1735. Cuatro días después celebró su primera misa en el Colegio de San Ignacio de Valladolid. Pocas semanas después enfermó de tifus, agravándose su estado desde el 19 de noviembre y falleciendo el 29 de ese mes con sólo 24 años, 3 meses y 9 días. Sus restos fueron enterrados en ese mismo edificio y después trasladados, sin que se sepa actualmente su paradero.
            Durante sus estudios de Teología, contando con 21 años, conoció el culto al Sagrado Corazón de Jesús al encontrar el libro El culto al sacratísimo Corazón de Jesús del Padre José de Gallifet, S. J. En palabras del Padre Hoyos: Yo, que no había oído jamás tal cosa, empecé a leer el origen del culto del Corazón de nuestro amor Jesús, y sentí en mi espíritu un extraordinario movimiento fuerte, suave y nada arrebatado ni impetuoso, con el cual me fui luego al punto delante del Señor sacramentado a ofrecerme a su Corazón para cooperar cuanto pudiese a lo menos con oraciones a la extensión de su culto. No pude echar de mí este pensamiento hasta que, adorando la mañana siguiente al Señor en la hostia consagrada, me dijo clara y distintamente que quería, por mi medio, extender el culto de su Corazón sacrosanto para comunicar a muchos sus dones.

Liturgia:
                      Ap.18,1-2.21-23; 19,1-3.9) La revelación nos presenta a un ángel poderoso (bajaba del cielo con gran poder y autoridad) y luminoso (su luz expresa el resplandor de los seres celestiales que ilumina toda la tierra). Habla a los cristianos de Roma (considerada como la Babilonia del momento) y anuncia su caída estrepitosa. [=convertida en desierto y lugar impuro]. El mensajero poderoso clama con voz profunda la caída de Roma. Y como Jeremías (en su profecía contra Babilonia), así se repite en Roma, la Gran Ciudad, que se hundirá para siempre.
          El ángel anuncia entonces: no se oirán ya allí ni arpas, ni flautas, ni murmullo de molino, ni brillará lámpara ni voz de novios. Nada que suene a fiesta. Nada que suene a alegría. Razón de ese desastre: la corrupción moral, sortilegios y hechicerías, y haber vertido sangre de mártires.
          Sigue el júbilo celestial, cantando alabanzas a Dios [Aleluyas], y el júbilo desbordado por la Gloria de Dios que ha condenado a Roma (la gran prostituta) que corrompía la tierra y había derramado tanta sangre de cristianos. Y el ángel encarga escribir todo eso para que quede constancia, y proclame dichosos los invitados a las bodas del Cordero.

          Pasamos al evangelio (Lc.21,20-28). Como puede verse hay un montaje de planos evidente en que la destrucción de Jerusalén llama a mirar al tiempo final de la historia, cuando el Hijo del hombre vendrá con gran poder y majestad sobre una nube, es decir, fuera ya de la realidad de la historia de la tierra.
          La destrucción de Jerusalén está expresada con un dramatismo muy fuerte, y con una serie de detalles que revelan la gran violencia de aquellos días. Y que hace pensar en lo que será el final de los hombres sobre la tierra.
          Nos avisa Jesús que cuando empiece a suceder eso haya un movimiento de vida y optimismo, que está expresado en ese: levantaos, poneos en pie, mirad con esperanza, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación. El final no es un desastre. El final es en realidad un principio, un comienzo, el encuentro con el Salvador, que ha triunfado y nos trae la libertad.
          Es el resumen de la vida de cada persona. Vendrán días de destrucción y angustia, en esa lucha que se libra entre la vida y la muerte. La apariencia es trágica. Jesús lo expresa con esa serie de comparaciones: el que está en el campo, que no vuelva a la ciudad, y los que están en la ciudad, que se alejen. Caerán a filo de espada, los llevarán cautivos a todas las naciones, Jerusalén será pisoteada por los gentiles…
          Y más allá del cataclismo en la ciudad, habrá signos en el sol, la luna, las estrellas…, signos en el sol, la luna, las estrellas… Y en la tierra (vuelve de nuevo esa visión) angustia de las gentes, enloquecidas por el estruendo del mar y el oleaje. Los hombres quedarán sin aliento por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo temblarán
          Es entonces cuando más allá de todo ese cuadro espantoso, aparecerá el Hijo del hombre sobre las nubes, con gran poder y majestad. Más allá del desastre de la muerte, se erguirá triunfal la figura de Jesucristo, que trae la liberación definitiva. Cada persona se encontrará con él. Aunque ese “fin del mundo” no es para cada cual el final de los tiempos sino el final de “su tiempo”, cuando llegue el momento de pasar de este mundo al Padre, en los brazos del Cristo Salvador.


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