viernes, 9 de marzo de 2018

9 marzo: Promesas de Dios


Liturgia:
                      Arranca este día desde una llamada del Señor: Conviértete al Señor Dios tuyo, porque tropezaste con tu pecado. (Os. 14, 2-10). Hay un hecho que es real: “tropezaste con tu pecado”. Es decir: hay pecado. Y eso es algo que se va perdiendo de las conciencias. Las confesiones se retrasan cada vez más. Y cuando finalmente aparecen, no puede decirse que el penitente tenga conciencia de pecado concreto…, de realidad de tiempo sin confesar en el que ciertamente ha habido pecado de muchas clases de lo que, al menos, da la vida diaria. Cuando la confesión se queda en dos detalles, casi traídos por los pelos, al cabo de meses y año, hay que concluir que la persona no tiene sentido de fallo como tal, y más bien hay un “lavado superficial” que deja la falsa tranquilidad de haberse “confesado”. Sí…, y mal. Pero de ahí a incoar un Sacramento, que es acción sagrada que requiere un “conviértete al Señor Dios tuyo”, hay una distancia abismal. Porque el Sacramento mira hacia adelante con un propósito verdadero de enmienda. Pero ¿enmienda de qué, si no hay conciencia real de pecado concreto? Falla la base: “Éste es mi fallo y sobre esto propongo de aquí a la confesión siguiente y frecuente”, única manera de que esta situación tenga una realidad para el futuro.
          Por eso la lectura concreta abundantemente: Preparad vuestro discurso, volved al Señor, y decidle: Perdona del todo la iniquidad, recibe benévolo el sacrificio de nuestros labios.  Y vendrá la respuesta misericordiosa del Señor: Yo curaré sus extravíos, los amaré sin que lo merezcan, mi disgusto se apartará de ellos, florecerá como azucena, arraigará como un álamo.
          Brotarán sus vástagos; como de olivo será su esplendor, su aroma como del Líbano. Volverán a descansar a su sombra: cultivarán el trigo, florecerán como la viña, será su fama como el vino del Líbano.
          Bajo esa serie de comparaciones felices nos presenta Dios el efecto de una conversión verdadera en la que la persona sale de su pecado y se vuelve a su Dios… ¡Eso es precisamente LA CONVERSIÓN! Con eso empezaba esta lectura.

          El evangelio (Mc.12,28-34) nos pone delante la razón substancial por la que hemos de vivir la conversión completa, la que no sólo “se sale del pecado” sino que se abre al Corazón del Dios vivo. Y a Dios se le ama con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser. Fue la respuesta de Jesús a aquel doctor de la Ley que vino a tantear a Jesús y a comprobar su ortodoxia. Jesús sabía aquel principio de vida y de fe, y lo vivía desde su uso de razón, bajo aquella escuela simpar que eran María y José.
          Pero Jesús no se quedaba en esa parte fundamental de tomar a Dios sobre todas las cosas; había un mandamiento de Dios que era semejante al primero, y que Jesús ratificaba en su plenitud: al prójimo había que amarlo como a uno mismo.
          El doctor de la ley quedó bien impresionado y comprendió que Jesús estaba en la ortodoxia de Israel, y repitió gozosamente esos dos mandamientos, confirmando que en eso estaba cumplido la Ley y los profetas y que valía mucho más que todos los holocaustos y sacrificios.
          Jesús, por su parte ratificó lo dicho, afirmando al doctor de la ley que no estaba lejos del reino de Dios. Una vez más se cumplía que seguir los mandamientos de Dios era ya el umbral de ese reino que Jesús había venido a traer.
          Lo que pasa es que aquel avance sobre lo dicho a los antiguos (“amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”) iba a acoger a los prójimos, fueran los que fueren, amigos o enemigos, con un amor que sobrepasaba todo lo que se podía pensar en aquel momento.
          Y sin embargo aún quedaría un paso nuevo a lo largo del camino de Jesucristo y de la trasmisión de su doctrina, cuando él llegó a enseñar que el amor al prójimo iba más allá que el amor a uno mismo: iba hasta el extremo cristiano de amarlo por encima de uno mismo: Como yo os he amado. Y el amor que Jesús tuvo a amigos y a enemigos fue el amor de dar la vida propia a favor de ellos…, de pedir para ellos el perdón y justificarlos: “porque no saben lo que hacen”.
          Es, en definitiva, el punto distintivo del amor cristiano, el que Jesús vivió y el que inculcó a los suyos en los momentos cumbres de su vida y de su muerte.

2 comentarios:

  1. Un escriba le pregunta a Jesús cuál era el Mandamiento principal y Jesús le dió al escriba la respuesta exacta: "AMA AL SEÑOR, TU DIOS" Y, añadió: El segundo es éste:"Amarás a tu prójimo como a tí mismo". Es decir: el segundo mandamiento, es la verificación del primero. Para amar a Dios tenemos que empezar amando a los que tenemos a nuestro lado. Amando y sintiendonos amados podemos comprender un poco cómo Dios nos ama. Cuando somos capaces de amar a Dios, le estamos ofreciendo nuestra disponibilidad para que el mundo sea más habitable; queremos colaborar en su Plan de Salvación de todos. Queremos extender su ReinoEsta es la misión de todos.

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  2. Amarse a si mismo, en su justa medida, es sano. Valorar lo bueno que te ha dado Dios, y ser agradecida. Sólo desde esa posición se podrá amar al prójimo. Cuando aprendes a valorarte sabes que el prójimo también tiene valor, y entonces le sales al encuentro cuando te necesita. Le sonríes, eres amable, porque sabes del valor de un gesto. Difícil cosa es amar al prójimo si primero no tienes pequeños gestos. Si no eres fiel en lo pequeño tampoco podrás con las grandes obras.
    Comencemos con lo pequeño, y veremos maravillas. Porque para Dios nada hay imposible.

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