viernes, 30 de marzo de 2018

30 marzo: VIERNES SANTO


Liturgia: EN TUS MANOS ME ENTREGO

          Cuando todo está acabado, completo, perfecto, cuando –aun en medio de esa tortura de la muerte inminente- puede tener constatado que ha hecho cuanto debía de hacer, según los misteriosos proyectos de Dios-, Jesús se sabe ya en la última hora.  Pero nadie me quita la vida, sino que Yo la doy. Y en plena conciencia de ello, toma su vida en sus manos (por decirlo así) y lo deposita en las del Padre: En tus manos pongo mi espíritu. Todavía no es la muerte.  Ahora, da un grito tan fuerte, impropio e imposible en un crucificado, que queda admirado el centurión que estaba al frente de aquella patrulla de vigilancia (y tan acostumbrado a ver morir crucificados, con casi leves suspiros, sin poder sacar ya fuerzas de sus pechos). E inclinó la cabeza, como gesto previo del que se va a echar a dormir cuando “ha llegado SU HORA”, y expiró.  Dueño total de la vida y de la muerte.  El centurión, pasmado, exclama:  Verdaderamente este hombre era HIJO DE DIOS.  Había abierto San Marcos su Evangelio diciendo: “Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios”.  Concluye ahora el centurión romano afirmando que “verdaderamente era Hijo de Dios”.
          Y por si fuera a quedar duda, la naturaleza entera se conmueve ante la muerte de su Creador. El sol de mediodía se eclipsa totalmente y suceden las tinieblas; un terremoto hace chocar las piedras y abre los sepulcros. Los muertos salen deambulando por Jerusalén.  Y las gentes se aterrorizan y echan a correr en aquella oscuridad hacia la ciudad dándose golpes de pecho. Si el demonio había dejado a Jesús “para otra ocasión” pensando entonces vencerlo, y se había creído vencedor en la muerte de su adversario Jesús, ahora también ha perdido la partida.  La estampida de aquellas turbas que se habían mofado de Jesús, es la confesión más clara de que –por decirlo así- “el Hijo de Dios ha bajado de la Cruz”, porque realmente ese Hombre, Jesús, ha aplastado la cabeza de la serpiente, y las lenguas viperinas y blasfemas que se valieron del anonimato de la masa para retar al propio Dios, tiene que golpearse el pecho en actitud de arrepentimiento estremecido.
          Todavía hay una señal más fuerte que todas éstas. El velo del Templo se rasgó por medio. ¡Aquello tocaba de lleno en los jefes religiosos que promovieron la injusticia! Ellos, los defensores” del Dios Yawhé, a quien guardaban celosamente en sus símbolos más sagrados contenidos en el Arca, en el Santuario, oculto a las miradas profanas con aquel velo, ven rasgarse su Presencia sublime, como el Dios mismo que rasga el misterio porque ahora se ha hecho patente y tangible en la persona de aquel Crucificado que ellos han despreciado y han pretendido quitar de en medio.  Lo que ahora ha quedado superado ha sido el período de la Alianza Antigua, y Jesús ha inaugurado una nueva y ya eterna Alianza de Dios con la humanidad, en la persona de Jesús, Hijo de Dios. El “velo” que era Jesús-Hombre ha quedado desvelado y Dios ha quedado al descubierto en JESÚS. Se aterrorizarán los demonios y los que le hicieron de diablos humanos. Descansará Jesús en los brazos de su Padre. Y María –con el grupo de incondicionales-, abrazada ahora a los pies de ese hijo muerto, dejando correr sus lágrimas serenas por sus mejillas, también entran en ese regazo de serena paz que da el final de unos tormentos tan terribles de la persona querida. Ni huyen ni se asustan, ni se sorprenden. Allí están contemplando la gloria de Dios.
          Los malhechores crucificados también guardan imponente silencio. Hasta el que había atacado con sus palabras. Ahora está callado. Mirando en todas direcciones como quien está viendo lo que nunca pudo sospechar. El otro sabe ahora que es hoy mismo cuando volverá a encontrarse con ese “Rey de los judíos” que está desplomado en la cruz de al lado, pero que tiene un Reino diferente.  Los soldados, pasmados.  Sin atreverse a moverse de donde están. El centurión, anonadado.  El silencio, que sólo rompe el jadear agónico de los otros crucificados, y quizás los sollozos más expresivos de María Magdalena, es la adoración del mundo hacia aquel JESÚS NAZARENO, QUE VERDADERAMENTE ERA EL HIJO DE DIOS.

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