“Nacer de nuevo”
Nicodemo era un buen hombre. Un fariseo honrado. Un
individuo que quería conocer la verdad. Y en los mismos comienzos de la
predicación de Jesus y de aquellas obras que iba viendo que Jesús hacía, ya
comenzó a sospechar que allí había un sujeto distinto de los demás, un alguien
con quien merecía la pena hablar. Y aunque Nicodemo tenía que guardar las apariencias
y no podía venirse a Jesús ante los otros fariseos, aprovechó la noche para
llegar a Jesús y presentarse a él para establecer un diálogo con aquel “Maestro
de Israel”, aunque Nicodemo lo planteaba en un terreno propio de conversación razonada. Y abordó aquella
noche a Jesús con una alabanza y reconocimiento sincero de hombre leal: Sabemos que has venido de parte de Dios, como
maestro, porque nadie puede hacer las signos que tú haces si Dios no está con
él.
Cabía una respuesta llana en la que Jesús afirmara que
realmente su fuerza y su obra venían de Dios. Pero Jesús se fue mucho más
arriba. Lo que a él le interesaba no era la conversación “razonable”, la mera
identificación de su persona y de sus obras. Le interesaba el propio Nicodemo y
todo lo que podía haber detrás de aquellas preguntas y cuestiones que
presentaba el Maestro rabínico judío. Y Jesús se fue por otras alturas y por
otros derroteros que dejaban absorto a
Nicodemo: En verdad te digo: el que no nazca
de nuevo, ni puede ver el reino de Dios. Aquello descolocaba al rabino. Aquello
no respondía a su pregunta. Y sin embargo Jesús estaba yendo al meollo de la
respuesta.
Ya conocemos la otra respuesta de Jesús a otros fariseos a
los que les habló del vino nuevo en odres
nuevos. La respuesta ahora era los misma, pero a la altura de un doctor de
la ley, avezado a las discusiones establecidas en los límites de lo razonable,
como un procedimiento típico para hallar más claridad.
Y Nicodemo acogió la respuesta y la llevó al absurdo para
incitar más a Jesús y que se explicara más a fondo: ¿Cómo puede un hombre, siendo ya adulto volver al seno de su madre y
nacer? Sabía muy bien Nicodemo que ese no era el caso que le había planteado
Jesús, pero tenía que “picarle” para que el Maestro de Israel se fuera decantando.
El tema era muy claro, dentro de todo ese planteamiento “por
la nubes”: un fariseo, por noble que fuera, como Nicodemo, en realidad era un
fariseo con ideas fariseas y modos de proceder fariseos. Ese es un “nacimiento “humano”,
un planteamiento humano, doctrinal, de estilo que no deja de ser lo que se es: “ha
nacido del vientre de su madre”. Y así siempre será fariseo, todo lo más bueno
que se pueda pensar, pero dentro de sus moldes.
Y Jesús lo quiere sacar a la otra realidad. Para el reino
de Dios hay que “nacer de nuevo”, hay que abandonar los odres viejos, hay que empezar a ser al nuevo estilo. Y ese estilo
es el que imprime el Espíritu Santo: nacer de agua y de Espíritu Santo, para
poder entrar en el Reino de Dios.
La explicación es bien sencilla. En lo humano todos planteamos
el camino que vamos a seguir, y seguimos esa ruta para llegar a un destino. En
el reino de Dios nunca puede haber una ruta trazada de antemano. El propio
Jesús no tiene la ruta detallada. Sus pasos tienen muchas veces que cambiar de
dirección porque el Espíritu e Dios es el que marca de nuevo la senda. El espíritu sopla y nadie sabe ese viento de
donde viene y adónde va; sólo lo conoce el que ha nacido del Espíritu. Lo
que le toca a Nicodemo, pues, es ese cambio radical del nacimiento del
Espíritu, que no le lleva al vientre de su madre, pero sí al otro “vientre” del
Espíritu que –con el agua de un Bautismo transformador- le tiene que hacer otra
persona.
Ese Nicodemo debió rumiar durante su vida aquella palabra
que había recibido de Jesús. Siguió fariseo pero en su interior soplaba el
viento misterioso del Espíritu. Y fue en el momento final, a la muerte de
Jesús, cuando la fuerza de aquel aliento del Espíritu de Dios le llevó a ser el
hombre nacido de nuevo, que dio la cara en el enterramiento del Maestro. Y uno –lo
más seguro- de los que quedaron pendientes aquellos días del derrotero que tomaban
los acontecimientos, no quedando tan lejos de aquellas mujeres del sepulcro y
de aquellos testigos, para encontrarse finalmente tocado por la fuerza del Espíritu de la Resurrección, que le hizo
comprender finalmente al rabino que había que nacer de nuevo.
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