sábado, 15 de abril de 2017

15 abril: En el luto de la Iglesia

Acompaño tu sentimiento
          La cruz ha quedado enhiesta pero vacía. A su pie, una madre destrozada, que sostiene el cadáver de su hijo derrengado sobre sus rodillas. Unos varones que hacen sus trabajos para dejar todo en su lugar, y otras mujeres destruidas por el dolor. Todas las miradas y la atención se centran sobre María, la madre dolorosa, casi inmóvil, como si no quisiera dañar al cuerpo inerte de Jesús.
          Cuando todos han acabado su trabajo, no tienen más remedio que ir a la madre para decirle que no queda más tiempo y que hay que realizar la sepultura. Que han de tomar aquel cuerpo, extenderlo sobre la sábana que ha traído José de Arimatea y conducirlo al sepulcro. Ese sepulcro que allí, muy cerca –casualmente- se había preparado José y que está sin estrenar, y adonde él ofrece el lugar apto para acabar aquella dolorosa escena del enterramiento. María no se estremece, Levanta un poco el torso de Jesús, como quien ofrece la hostia, y entre el discípulo, José y Nicodemo, con la ayuda de las otras mujeres, extienden sobre el lienzo el cuerpo del Señor. Los varones llevando la parte pesada del cuerpo y las mujeres ayudando en los extremos del lienzo de los pies. María detrás, la madre doliente, que no hace nada porque lo lleva encima pesadamente todo, acompañada por María Magdalena que va desecha en lágrimas y que así con su dolor se une al dolor mucho más pacífico de la madre.
          Llegaron al sepulcro. José y Nicodemo penetraron en la segunda cavidad, la del enterramiento, y desde allí tiraron de la sábana. Entre los dos izaron el cuerpo hasta el saliente de la sepultura, rociaron el cuerpo con la mixtura de mira y áloe, y cubrieron por delante con el otro extremo de la amplia sábana el cuerpo de Jesús. Le ataron la mandíbula con el pañolón y salieron. Magdalena y las mujeres no perdían puntada y desde luego aquello no era el modo de sepultura que ellas hubieran hecho, porque ha faltado lavar al cadáver y embalsamarlo con los perfumes al modo en que se hace en el mundo judío. Pero el tiempo no daba para más. María, la madre, se asomó prudentemente. No hizo mayor acento en los detalles. Era demasiado serio lo que acababa de perder para fijarse ahora en si los aromas estaban de una manera o de otra. Era el final de una tremenda historia y María se limitó a quedar un pequeño momento mirando a su hijo, cuyo rostro ya no podía ver. Pero le quedaba el consuelo de haber podido darle digna sepultura, y entonces mostrarle a José su agradecimiento, lo mismo que a los otros que habían colaborado. Entre todos rodaron la enorme piedra que dejaba –en el pensar de aquellos hombres y mujeres- un cadáver para siempre.
          Todos le expresaron su pesar, y como el tiempo se había echado encima y a las 6 había que estar ya en las casas, apremiaron a bajar del Calvario al grupo que parecía querer detenerse como en un recorrido lento al revés de todos los momentos y circunstancias que habían vivido en la subida. No había lugar. José tomó un poco el mando y aunque comprendía que su labor no era propicia para la devoción y el recuerdo, lo era para que cada cual quedara en su casa antes de la hora fijada para el comienzo de la Parasceve. El discípulo tomó a María a su cargo, y se despidieron a la puerta del Cenáculo, yéndose cada uno a su lugar. Las que no se separaron ni se mantuvieron en silencio fueron María Magdalena y las otras Marias, porque para ellas quedaba –en cuanto pasara la fiesta, una labor que concluir. Aun les quedaban unos minutos y cada una se fue por un sitio para hacerse de los perfumes y las vendas necesarias para arreglar aquella sepultura a la misma madrugada del primer día de la siguiente semana.
          La llegada de María a la casa del Cenáculo fue de un silencio sepulcral. Nadie habló. Nadie dijo nada. Nadie tenía nada que decir. Demasiado hacían con guardar aquel  respetuoso silencio, después de que ninguno podía aportar más que su propio llanto de fracasados. Pedro estaba hundido. Tomás, indignado consigo mismo. Ni Andrés, ni Bartolomé, ni Mateo, ni el otro Simón ni el otro Judas. ¿Qué papel habían jugado en todo aquello? ¿Qué podían  decir? ¿Qué iban a consolar?
          Hubo que dejar pasar un tiempo. Y fue María la que finalmente salió a ellos, para su sorpresa, y la que empezó a recoger a aquellas ovejas descarriadas, a las que –desde el dolor de la madre- fue curando heridas de aquellos hijos, a los que –en realidad- le había encargado Jesús: Ahí los tienes. Y María puso la palabra oportuna, el consuelo que cada carácter de aquellos necesitaba. No hay que dejar que el dolor venza. Os queda aún mucho por hacer y por vivir…

          Cuando hizo su labor y se retiró a su aposento, yo me eché a sus pies y le dije con el alma en la mano: Acompaño tu sentimiento”

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