jueves, 24 de julio de 2014

24 julio: Ojos para ver...

Pedagogía oriental
             Jeremías fue llamado por Dios para que fuera “boca de Dios” ante aquel pueblo, un pueblo tan testarudo que no era pronto a oír la voz de su Dios. Hoy Dios le dice a Jeremías que grite, y que le diga a su pueblo que Dios ha hecho con ellos una HISTORIA que era historia de salvación, y testigos de ello serían los Patriarcas y las grandes gestas de Dios para liberar a sus gentes de la esclavitud de Egipto.
             Dios recuerda aquel amor primero, como de novia, cuando atravesaron el desierto, ese lugar inhóspito por el que Dios quiso conducirlo –Israel era sagrada para el Señor- para apegar al pueblo más a Él. Y los condujo hacia un país de huertos y frutales. El resultado, al cabo de los siglos era que ese pueblo profanó la tierra sagrada que el Señor, su Dios, le había otorgado. Los sacerdotes no cumplían su misión; los doctores no llevaban el alimento de las Escrituras Santas… y –lo peor de todo-no reconocieron la voz del Señor.
             Concluye Dios con una expresiva afirmación: Yo os puse ante fuentes de aguas vivas; vosotros habéis llevado el agua aljibes agrietados, en los que ni el agua se renueva, y ni siquiera se conserva.
             Ya puede verse que la manera de dirigirse Dios al pueblo ya encerrando “figuras” plásticas, porque de otra manera el pueblo no entendería.

             Exactamente es lo que Jesús explica hoy a sus apóstoles, que le han preguntado por qué habla en parábolas a la gente. Y Jesús les responde: porque es la única manera de que se entiendan las cosas que les quiero trasmitir. Y les pone delante los dichos de Isaías: viendo no ven, oyendo no escuchan ni entienden, porque está embotado su corazón. La parábola es un cuentecillo, una historieta, una forma gráfica de exponer un tema. Por eso les hablo en parábolas. No se quedarían con conceptos y explicaciones. La parábola –cuando se le escucha- deja un “son” ahí dentro y así se puede rumiar sobre la imagen y llegar a aprender lo que hay bajo su “cáscara”.

             Yo me pregunto muchas veces si el creyente de hoy –tan poco dado a la reflexión y a la introspección aprende más con “un ejemplo” que con mil palabras. No me refiero a lo que son gestos que impactan, aunque también podría uno cuestionarse si queda algo al cabo de un tiempo, cuando la realidad es que se vive tan vertiginosamente.
             Me refiero más al caso de si hoy día hay capacidad y “tiempo” para escuchar una parábola y quedarse dando vueltas a su posible contenido. Me refiero a si hoy no sucede que el vértigo con que se vive, dificulta  ponerse a pensar qué podría haber bajo esa comparación, esa anécdota, esa parábola, ese “cuentecillo”. Me refiero a la “incapacidad” de reflexión que va quedando en una era de tecnologías que no dejan tiempo para pensar…, o resuelven los problemas con sólo darle a una tecla. Me refiero a una preponderancia tal de los audiovisuales que la mente se atrofia para poder dejar tiempo a preguntarse si yo entro en tal grupo de “terreno” en que cae la semilla…, o más fino todavía, si no será que divido al mundo en forma maniquea y yo me sitúo en la zona del bien, sin plantearme siquiera que hay determinadas materias y realidades mías alejadas de la moral y doctrina de Cristo, que en mí rebotan, aunque luego sea yo de los “piadosos” de oración diaria…
             Pero he ahí el tema: ¿qué ORACIÓN?, ¿qué piedad? Porque estamos acostumbrados a una “piedad” personal, individual…, en que “yo me siento bien”…, y luego –cuando dejo esa “zona”- no aterriza mi vida en actitudes o compromisos tan concretos que manifiesten que “he estado con el Señor”, que he dejado al Señor “estar conmigo”; que lo he escuchado…, que Jesús no me ha dejado indiferente y que –en realidad- me ha levantado los pies del suelo.
             En resumidas cuentas: ¿qué me ha quedado de esa oración…, de ese “destripar” la parábola hasta encontrarle su llamada a mi interior?

             Por eso San Ignacio de Loyola no concibe una oración en la que, en el momento que se acaba, se levanta uno y se va. ¡Ya ha hecho la oración! Ignacio pide siempre unos minutos finales de “balance”: ¿cómo ha sido esta oración?; ¿qué me ha dejado?; cómo he estado en ella?; ¿cómo he dejado que me “toque” dentro?; ¿qué efectos se derivan de este rato de oración?; ¿cómo se aplica en mi vida diaria?
             Por eso Ignacio pide en cada contemplación evangélica que haya un “reflectir”, que no significa “reflexionar” en un plano “intelectual”, “racional”, sino un observar en qué dirección aquella Palabra contemplada entra en mi realidad presente.
             Estamos ante narraciones o “parábolas” que no se quedan en la distancia de una lectura o una reflexión fría, sino en cómo me llegan a cuestionar a mí y repercutir en mí como algo actual en mí. “Para que oyendo, oigamos; viendo veamos y entendamos; para que nuestro corazón no se quede embotado, cerrados nuestros ojos y duros de oído.

             Y dichosos los que tenéis ojos para ver, oídos para oír…, aún más allá de lo que entendieron los propios escritores sagrados.

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