domingo, 17 de noviembre de 2013

Lecciones PARA UN PASO... [D.33-C]

17 novb.: DOMINGO 33-C

             Creo que hoy es la primera lectura (Malaquias 4, 1-2) la que mejor nos define y centra el sentido de un domingo final del año litúrgico como tal.  El Profeta define “aquel día”, el que es día definitivo y final, como bifurcación. Porque los malos, caerán en ese horno que devora. Los fieles al Señor, los honrados, y que honran mi nombre, tendrá ante ellos un Sol refulgente de justicia que les iluminará y les dará salud a sus alas para que vivan eternamente.
             Con un poco de sinceridad nuestra veremos que eso que puede desagradarnos al leerlo en la Lectura sagrada, es –ni más ni menos- que la reacción normal de cualquiera de nosotros cuando –ante la injusticia, la maldad, el abuso, la tiranía…, etc., decimos con la mayor convicción: “esto no puede quedarse así”. Estamos asistiendo a una serie de “justicias” humanas injustas, que nos revuelven los sentimientos. Y la gente se lanza a la calle para protestar sobre ellas. Es el instinto humano frente a lo injusto…, lo malvado. Si nos valiera, emplearíamos otra justicia mucho más equilibrada: el culpable debe pagar por su injusticia, su maldad. El honrado, la víctima de la injusticia, pide a gritos que su situación sea acogida, respetada… Que un sol de justicia y esperanza ilumine de nuevo este cotarro sucio, politizado…, y en definitiva injusto…, en nombre de la ley…
             Sencillamente estamos de acuerdo pleno con lo que expone la Palabra de Dios…, con la acción de Dios, con la palabra explicativa de Jesús.
             Con dos rasgos sencillos de esa 1ª lectura ha quedado dicho lo que Jesús va a desarrollar después en el evangelio, en ese estilo peculiar de este capítulo 21 de San Lucas, con su doble dimensión entremezclada del final del pueblo de Israel, y casi evidente consecuencia -en la mente de aquel Pueblo-, que en desapareciendo ellos como pueblo aglutinado, estará acabando la existencia de este mundo. De ahí ese montaje de planos que se produce en la narración: destrucción de Jerusalén (el Símbolo) y “señales del fin del mundo”.
             De hecho Jerusalén fue arrasada por los romanos el año 90, y no quedó piedra sobre piedra. El fin del mundo, que prevén los apóstoles, sería una conjunción de sucesos: de engaños, de temores, de anuncios fantasmas, de guerras y revoluciones;  de terremotos y catástrofes, epidemias y hambre, y guerras interminables de pueblo contra pueblo, y el pánico que hace huir de unos lugares a otros… Persecuciones por razón de vuestra fe, cárceles, juicios falsos ante tribunales inicuos…
             Ese coctel de realidades que están ahí anunciadas nos ponen –al menos- ante un panorama digno de reflexionar. No será exactamente un índice de los sucesos reales que anuncien el final…, pero son un ejemplo de lo que va a conducir a la destrucción: debajo de todo eso está retratada la maldad, el egoísmo maldito que encierra sobre un Yo (colectivo o personal) que arrasará el sentido de la vida que correspondería a los buenos y fieles a Dios.
             La expresión final de este evangelio es una exhortación de Jesús a quienes permanecen fieles: Os odiarán por causa de mi nombre, pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.
             Y claro es que los malos triunfan ahora sobre los fieles, los aplastan y nos quisieran eliminar de la existencia. Jesús ha puesto su Palabra en que ni un cabello nuestro perecerá.  Y a eso es a lo que tenemos que asirnos fuertemente POR LA FE, porque sea lo que sea y pase lo que pase, sabemos que ese cabello nuestro está en las manos providenciales de Dios.

             Fuimos incorporados a la Iglesia de Jesús por un bautismo. Lo realizó nuestra Parroquia, nuestro Párroco. Volvíamos a nacer –ahora a la nueva vida de la fe- por medio de la Iglesia de nuestro barrio. Confirmamos la fe (o de viéramos confirmarla), y el Obispo de la Diócesis (o su delegado) nos dio ese Sacramento de fortaleza del Espíritu. Nuestros fallos en la vida, nuestras (a veces) angustias del alma, nos las curó el sacerdote, que nos trajo ese baño de Sangre y amor redentor de Dios. Y –para darnos vigor, alimento, proyección hacia los otros- estuvo el Sacerdote trayendo al Altar, con las mismas palabras de Jesús, la gran Presencia real de la Eucaristía.  Nuestros sacerdotes fueron ordenados por el Obispo para el servicio de sus hermanos –sus feligreses, sus parroquianos-. O la Iglesia bendijo la unión de tantas parejas que desearon la bendición de Dios.  Hemos visto a muchos de los nuestros partir de este mundo con el consuelo del último Sacramento, administrado por un sacerdote, como la bolsa de viaje para pasar de este mundo al otro.

             Es decir: desde el nacer al morir, con toda la riqueza de una vida ayudada por los auxilios del Cielo, nos ha llegado siempre a través de la IGLESIA DIOCESANA. Así hoy, cuando ese sentimiento de comunidad local va a acercarse a la COMUNIÓN, hemos de sentir un especial sentimiento de amor hacia esta Iglesia Diocesana que nos bendice, acoge y nos aporta las ayudas espirituales necesarias para recorrer el camino de nuestra vida fiel.

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