domingo, 24 de noviembre de 2013

24 novb.: JESUCRISTO, REY UNIVERSAL

JESUCRISTO, 
REY DEL UNIVERSO
             Un domingo que hace de eclosión y de síntesis. Eclosión de lo que todo un año ha pretendido poner en claro: el REINO DE DIOS. Síntesis, porque cuanto se ha dicho en hechos y dichos del Antiguo y Nuevo Testamento, se recapitula en Jesucristo. Él es el primogénito de entre los muertos y es el primero en todo, porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por Él quiso reconciliar a todos los seres, los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.  Dios Padre nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. (De la 2º lectura, Colos 1, 12-20).
                Esta vez es esa 2ª lectura la que nos lo hace más comprensible y concreto todo el sentid de esta solemnidad que pene el broche de oro a los domingos del año litúrgico, en su Ciclo C.
                La 1ª lectura es un anticipo de un reinado que se inicia en David, pero que –en la línea de las promesas mesiánicas- es un anticipo, una sombra, de lo que ha de ser esa plenitud a la que se refiere San Pablo.
                El Evangelio –de San Lucas, en el que hemos estado en este ciclo C- tiene varios momentos cumbres de proclamación de ese REINADO DE JESÚS: ante el desafío de las gentes y los sacerdotes hacia Jesús para que si es Hijo de Dios baje de la cruz, el señorío y realeza honda de Jesús es permanecer ahí… Su obra, ¡hasta el final!  Luego el letrero sobre la cabeza de Jesús: Éste es el Rey de los judíos. [Y sabemos por otro evangelista que Pilato, el cobarde chaquetero que cedió tantas veces…, aquí no cede. Deja grabada en 4 lenguas la proclamación solemne del reinado de Jesucristo, desde la cruz]. Y para confirmación definitiva, el malhechor de su derecha le pide que se acuerde de él “cuando llegues a tu reino…  Y Jesús –que renunció a que se le diera ese título cuando los momentos triunfales de la multiplicación de los panes-, ahora asiente completamente: Te lo aseguro: hoy mismo estarás conmigo en el paraíso.
                Nada de título postizo o de imitación de los títulos humanos. El rey en un Estado no tiene nada que ver con esta otra realidad del REINADO DE DIOS. Ni se parece nada en su contenido ni en sus formas. Aparte de que los reyes de hoy día reinan bastante poco, es que el Reinado de Cristo y de Dios se desarrolla en el interior de la persona, en el corazón de cada hombre o mujer. O no se desarrolla. Nadie lo va a imponer. El reinado de Dios se acoge o se deja…, aunque resaltará de forma definitiva en su llegada en las nubes  entre los ángeles del Cielo, y se separen los peces buenos de los malos. No excluye a nadie, pero en el momento de la siega, la cizaña es separada del trigo. Es un reino sin territorio, aunque abarca el cielo y la tierra. Sin ejércitos ni policía (salvo que la conciencia grita…; ¡y desgraciado de quien la acalló del todo, y se creyó libre por ello!). No es reino de grandeza, sino tan simple como la levadura que entra en la masa, o el mínimo grano de mostaza que crece hasta formar un hermoso arbusto. No empequeñece ni esclaviza, sino que hace libres a quienes lo acogen.
                Por eso tenemos que tener cuidado de no presentar a “Cristo Rey” como una bandera bélica, como un grito de guerra…, ni una especie de “posesión” de nadie; ni hemos de rechazar esa palabra: “rey” por sonar a poderes o títulos de semejanza “política”.  El Reinado de Dios  es toda la realidad de DIOS, QUE ES DIOS, y que –por serlo (y no puede dejar de serlo)- es DIOS DE CIELO Y TIERRA POR TODA LA ETERNIDAD. A la derecha de su trono excelso en los Cielos, Jesucristo es REY DEL UNIVERSO,  ante cuyo nombre, sobre todo nombre, se dobla toda rodilla en el Cielo, en la tierra y en el abismo.

                La Liturgia, que es fuente de teología y catequesis, acuñó una preciosa expresión de alabanza en el Prefacio de la solemnidad que celebramos: Consagraste Sacerdote eterno y Rey del universo a tu único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, para que ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana;

                y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu Majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia (=misericordia), el amor y la paz.

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