domingo, 10 de noviembre de 2013

De cara a la nueva Vida

Domingo 32 C

             La liturgia, siguiendo el mismo devenir del Evangelio, nos lleva de la mano hacia una paradoja: miramos ya a la muerte, pero nos estamos afianzando en la vida. Cada año litúrgico comienza con una esperanza que se abre a la vida…, y tras ir desgranando los misterios de la ida de Jesús y los de la Iglesia, ahora va llegando a su final -como es la realidad de la vida misma- y nos habla de muerte. Pero no de una muerte donde acaba todo, sino de ese paso último de la vida de una persona, quien –en el mismo momento que abandona esta vida- está encontrando ya el brazo extendido de Dios que –desde su infinitud- ya está acogiendo al que dejó la vida terrena.  Y esa es la fe en la que vive el creyente, esa es la seguridad con la que puede afrontar la muerte.

             Así van las Lecturas de hoy: en el 2º libro de los Macabeos, el ejemplo más resaltado de esa fe es la madre que exhorta a sus hijos a no desfallecer ante el tirano torturador, y que les es mejor afrontar la muerte desde la fe, que comer carnes prohibidas como conculcación de lo enseñado por la Ley.  Y los hijos van cayendo bajo los verdugos, que unas veces usan de aparentes compasiones, otras de odios contra la fe del Pueblo de Dios, y otras de la misma extrañeza de que unos niños  fuesen capaces de soportar aquella presión de la amenaza y de la muerte. Ellos dan la respuesta: De Dios recibí la vida; espero recobrarla del mismo Dios; Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará.

             Lo que el SALMO elevará a coro triunfal que va apoyando la idea: Al despertar, me saciaré de tu semblante, Señor. Una seguridad convencida de lo que ha dicho Dios y –por tanto- es una verdad incuestionable.

             En el Evangelio (Lc 20, 27-28) nos presenta un caso muy típico de las escuelas judías, que es llevar las situaciones al extremo, y de nuevo con el “siete” de plenitud por delante. El caso está tomado de la vida misma, aunque con la connotación propia del mundo y leyes judías. El hecho es que una viuda, casada siete veces (varias) y enviudando siempre, cuando resuciten todos, ¿de quién es ella esposa? Así pretendían los saduceos ridiculizar la predicación de Jesús sobre la resurrección y vida eterna, y negar la resurrección.
             La respuesta de Jesús es hermosa. Primero, la llamada de atención sobre la ignorancia que supone esa pregunta. Segundo, Dios es Dios de Abrahán, Isaac y Jacob…, el mismo Dios en muchas generaciones…, porque Dios es un Dios vivo y no es un Dios de cadáveres sino de vivos. Hay otra realidad de fondo: que en el Cielo seremos todos como ángeles…; seremos espirituales.
             El núcleo de todo eso va abocado a la enseñanza de que la vida no se acaba sino que adquiere dimensiones de eternidad. Y que, por tanto, podemos estar seguros de que el fin de la vida terrena no es finiquito de la vida, por la sencilla razón de que la resurrección de los muertos es paso a la vida definitiva, la que ya no podrá acabarse.

             El avance del año litúrgico nos pone mirando hacia una realidad que no es demasiado lejana…, y a la que hay que saber ver con esas “gafas” nuevas que inyectan esperanza en la vida de cada uno. Vamos muriendo un poco cada día. Pero resucitaremos a la Vida, en unas condiciones de seguridad plena, porque allí ya no hay muerte, ni luto, ni dolor…

             La prenda de la Gloria futura es LA EUCARISTÍA: en ella estamos y lo necesario es saber ir hacia ella con un sentido autentico de actualizar al HOY la muerte y Resurrección de Jesucristo. Esa exclamación de llamada que se hace al final de la aclamación: Ven, Señor Jesús, es también un “Voy, Señor”… Jesús nos sale al encuentro, pero ya caminábamos nosotros hacia Él.  Ese es el paso del año litúrgico por nosotros. Es una pregunta que nos debemos hacer: si el año que empezó en el Adviento pasado, y está desembocando en un anuncio de la muerte, ha supuesto para nosotros una actitud de replanteamientos de muchas cosas…, un crecer, un mejorar, un tener entre manos una manera concreta de atajar ciertas deficiencias.
            

             La 2ª lectura –que no está en este recorrido- nos pone delante la razón de nuestra seguridad: Dios es fiel y nos dará fuerzas y nos librará del malo.  Y como estamos en el sprint de la recta final, lo que realmente hemos de hacer es ver hacia adentro, y deducir esas novedades hacia afuera que nos vayan haciendo caminar gozosos a nuestro definitivo abrazo a Dios.

1 comentario:

  1. Ana Ciudad7:52 p. m.



    Nuestro cuerpo no es una especie de cárcel que el alma abandona cuando sale de este mundo,
    --no es lastre,que nos vemos obligados a arrastrar,sino las primicias de eternidad encomendadad a nuestro cuidado.El alma y el cuerpo se pertenecen mutuamente de manera natural,y Dios creó el uno para el otro..
    San pablo nos exhorta":Glorificad a Dios con vuestro cuerpo".La pureza es gloria del cuerpo humano ante Dios.Es la gloria de Dios en nuestro cuerpo.

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