viernes, 20 de enero de 2017

20 enero: La llamada

Liturgia
          Resumiendo hasta lo más la lectura de Heb 8, 6-13, el autor trata de exponer la contraposición entre la antigua alianza y la nueva. La antigua, que es imperfecta porque –hecha con aquellos padres del Pueblo de Dios- ellos fueron infieles y yo me desentendí de ellos. En cambio en la nueva alianza pondré mis leyes en su mente y las escribiré en sus corazones; Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. La “alianza nueva” deja anticuada a la anterior; anticuada y vieja y en desaparición. Nuestro Sumo Sacerdote ha realizado una alianza tanto más excelente cuanto mejor es el mediador; una alianza basada en promesas mejores. Ahora ya no tendrá que enseñar uno a su prójimo, diciendo: Conoce al Señor”, porque todos me conocerán, pues perdonaré sus delitos y no me acordaré de sus pecados. San Ignacio de Loyola lo expresa con una preciosa formulación: “La interior ley de la caridad que el Espíritu Santo escribe e imprime en nuestros corazones”. Ésta es la realidad más hermosa: que la vivencia de la fe y la actitud de respuesta de la persona a Dios no viene de leyes y mandatos externos, sino que brota del interior mismo de la persona. Dios actúa en el corazón de cada uno, y cada uno responde a Dios desde el fondo de su propio corazón.

          Jesús va seguido por una muchedumbre. Lo veíamos ayer. De entre ese gentío, un grupo también numeroso es ya fiel seguidor de Jesús y viene estando presente en sus diferentes actuaciones. Llegado el momento en que Jesús puede quedar libre de aquellas muchedumbres que le han seguido y a las que ha atendido, Jesús busca su “refugio” en la montaña. El grueso de las gentes ya se ha ido y Jesús sube con un grupo de discípulos que son más asiduos y han ido aprendiendo más de cerca las enseñanzas del Maestro.
          Jesús se retira ahora también del grupo y se va a orar, esa oración profunda en la que se pone en comunicación con Dios, al que le presenta sus pensamientos y proyectos. Fue una noche muy intensa. Jesús estaba preparando algo de enorme importancia, y con más razón oró a Dios. Y allí fue planeando algo especial. Israel se había constituido sobre las Doce tribus. Ahora él creaba un nuevo Israel e iba a elegir a Doce hombres para que –en adelante- hicieran la vida junto a él.
          Llegada la mañana llamó a los que él quiso. Fue un rato muy emocionante. Porque había ciertamente un grupillo que ya estaba siguiéndolo más de cerca: Simón (Pedro), Andrés, Santiago y Juan (los Truenos), Felipe, Bartolomé (Natanael) y Mateo. Pero quedaban aún diferentes “vacantes” que él fue llenando con aquellas llamadas particulares. Salieron nombres nuevos, hasta ahora desconocidos: Tomás…, Santiago Alfeo, Judas Tadeo, Simón el Cananeo y Judas Iscariote. Todos los que él quiso. Todos, llamados con la emoción contenida del alma…, todos destinados a una misión maravillosa de continuar un día la obra del Maestro. Cuando bajaran de la montaña, aquel grupo formaría ya una piña con Jesús, y en adelante formarían un todo con Jesús.
          Los evangelistas nos dan la lista de aquellos a los que Jesús llamará “apóstoles”, y dentro de variaciones de menor importancia en los nombres de algunos, coinciden siempre en una apostilla cuando nombran a Judas Iscariote en último lugar. Añaden: que lo entregó. Es el “carné de identidad” del desgraciado hombre que traicionó la llamada del Maestro. Destinado como los demás a una misión tan sublime como la del “apóstol”, Judas Iscariote se apartó del camino. No supo comprender a Jesús. No estuvo de acuerdo con el planteamiento de Jesús, no entendió al Mesías con el pensamiento bíblico… Y acabó apartándose esencialmente, hasta el punto de ser el que lo entregó. Así ha pasado a la historia.

          Nunca me substraigo a la idea de imaginarme entre aquel grupo amplio de discípulos que subieron a la montaña con Jesús, y oír aquella madrugada los nombres de los Doce… Y “detrás” de aquellos nombres (y sobrenombres), seguir escuchando tantísimos otros nombres de otros apóstoles del evangelio: Pablo, Bernabé, Agustín, Domingo, Francisco, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Teresa de Calcuta… y cientos y miles más. Y ahí entre esos nombres, también el mío, porque yo también fui llamado por Jesús. Y ahí invito a cada lector a “escuchar” su nombre de labios de Jesús, porque cuenta con cada uno de nosotros. Lo que puede ser interesante es el “sobrenombre” (el “carné de identidad”) con que nos recogería a cada cual el evangelio prolongado que llega hasta nuestros días.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¡GRACIAS POR COMENTAR!