sábado, 25 de febrero de 2017

25 febrero: Ser como niños

Liturgia
          El Eclesiástico (17, 1-13) hace una síntesis muy interesante de la obra de la creación y de su finalidad. Empieza con la afirmación de la creación del hombre y la mujer, “de la tierra” (tal como dice el Génesis), para poder concluir que al final el destino de la criatura humana es otra vez la tierra. Viene de no ser nada y va a no ser nada. Pero al mismo tiempo le da al hombre el dominio de la tierra a través de un plazo determinado y no largo (días contados), revistiéndolo de un poder –en lo humano- equivalente al poder de Dios, quien hizo a la pareja humana a su imagen. De ahí que todo viviente debe estar supeditado al hombre.
          A hombre y mujer les formó el cuerpo, el rostro, la mente, la inteligencia, les dio sabiduría, les enseñó el bien y el mal, para que se fijen en ello y sepan discernir y alaben el nombre del Señor.
          Junto a la vida les dio un pacto de amor (una alianza, enseñándoles sus mandamientos), y les ordenó abstenerse de la idolatría (respecto a Dios) y les dio preceptos respecto al prójimo.
          Caminos de Dios que están siempre en presencia del hombre y no se ocultan a sus ojos. Quizás aquí es donde yo haría una parada. ¿Cómo es posible que el hombre de hoy haya podido ignorar los caminos de Dios y aislarse de la presencia de Dios, ocultándolo a Dios de sus ojos humanos? ¿Qué fuerza diabólica ha sido posible desarrollar para que ese plan de creación –tan maravillosamente  diseñado por Dios- se pueda ir al traste en tanta gente?
          Ha sido esa IDOLATRÍA…, o esa EGOLATRÍA por la que el ser humano se ha erigido en dios de sí mismo. Ha sido otra vez aquella serpiente infernal que ha sido capaz de embaucar al hombre y a la mujer y los lleva por caminos completamente diferentes de los que Dios había trazado. Ya no es el hombre quien es dueño de sí. Ya es su ídolo: su YO fuera de todo orden y control. Y así va la vida. Ha vuelto a pretender el hombre ser como Dios, conocedor del bien y el mal…, y ha caído en la red del propio engaño, el propio orgullo, la propia soberbia.
          Y por supuesto “el prójimo”, como ser “otro”, al que hay que respetar, queda aplastado por el YO de cada uno, porque “el otro” vale solamente en tanto que me proporcione mi gusto y bienestar.

          Encaja perfectamente el evangelio de hoy (Mc 10, 13-16) porque la gran lección a la que nos dirige es a la necesidad de una sencillez de niños, porque son los más capaces de acoger el mensaje de Jesucristo.
          Ni los apóstoles lo entendían. Los niños eran el residuo de la sociedad. No contaban para nada. No eran útiles. Los niños eran despreciados y estorbaban. Y cuando unos niños se vienen a Jesús porque se los han presentado para que los tocara, los apóstoles tienen el movimiento instintivo de apartarlos para que no molesten a Jesús.
          Y dice el texto expresamente que Jesús se enfadó. Para Jesús los niños no eran un estorbo. Le representaban las bienaventuranzas en acción, por su misma pobreza humana, su sencillez, su ausencia de venganzas, su simplicidad (su “justicia”), su mirada limpia, su afectividad (=corazón acogedor, misericordioso), su paz reflejada en sus ojos… Por eso quería que dejaran a los niños acercarse a él y que no se lo impidieran, porque de los que son como niños es el reino de Dios.
          Y concluye generalizando para que toda persona sea capaz de vivir esa actitud del reino, diciendo que quien no acepte el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y con un rasgo de cercanía y exaltación del niño, los abrazaba y los bendecía imponiéndoles las manos. Era como otra dimensión en la acogida del niño y, en definitiva, en la actitud que tiene que tener toda persona para poder captar los secretos del Reino.

          ¿Significa que hemos de infantilizarnos para entrar en esos secretos? No es igual infantilizarse con actitudes inmaduras que “hacerse como niños” con la bondad natural del niño. Lo que Jesús ve en el niño (y más en aquel niño de entonces) era toda una predisposición a la inocencia que aleja toda malicia, a la sencillez que no da lugar a la doblez de los colmillos retorcidos. Es –podríamos decir- la naturaleza pura del Paraíso antes de ser inficionado el hombre por la serpiente infernal. Con lo que juntamos el sentido de las dos lecturas de hoy y rompemos ese veneno de la egolatría que tanto daño hace al hombre malamente endiosado del momento actual.

1 comentario:

  1. Bueno, si nos imaginamos a aquellos niños impuros, sucios, llenos de mocos, podemos comprender a los discípulos que, por un momento nos parecen poco acogedores. Las estampas de Jesús rodeado de niños son muy bonitas pero no son reales. Cuando Jesús abraza a los niños, abraza a toda la Humanidad para compartir todo su dolor y todas sus alegrías.Los niños pueden ser fruto del amor o de la violencia. Los niños llevan alegría y los de aquel tiempo andan muy desaliñados. Jesús los abraza. Jesús acoge a las personas tal cual son.

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