lunes, 29 de julio de 2019

29 julio: Mostaza y levadura


LITURGIA
                      El Señor había dicho claramente que no se hiciesen imágenes de Dios, y el pueblo había asentido con solemnidad: “Haremos lo que diga el Señor”. Moisés sube al Monte, y allí Dios le graba las tablas de la Ley por delante y por detrás, y ya bajaba hacia el pueblo, cuando Josué advirtió que había gritos en el campamento. (Ex.32,15-24.30-34). Moisés intuye que no son gritos de victoria ni de derrota sino cantos, y cuando se acerca, ve con estupor que el pueblo está adorando a una esfinge a la que aclama como a su Dios.
          Moisés tira las tablas contra el suelo pregunta a Aarón qué es lo que ha hecho. No ha construido un ídolo, sino ha ofrecido al pueblo lo que el pueblo necesitaba: materializar de alguna manera la presencia de Dios. El tema no era haber construido un ídolo sino haber hecho una imagen de Dios, algo que expresamente Dios había pedido que no se hiciera.
          Aarón lo explica con toda sencillez: Me dijeron: Haznos un Dios. Y yo les pedí el oro y lo eché al fuego y salió esa figura.
          Con una narración muy típica hebrea, y por tanto de carácter punitivo, nos dice el autor que Moisés hizo triturar el becerro, hacerlo polvo, y echarlo al río, haciéndoselo beber al pueblo. Naturalmente no se trata de hacer beber el metal como tal, sino que al echarlo al río, era el río de donde tenían que beber.
          Moisés les hace ver que han cometido un pecado muy grave. Pero ahora subiré al Señor. Y su oración es de enorme fuerza: O perdonas al pueblo, o me borras del libro de la vida. Dios responde que lo sufrirá el que haya pecado pero no Moisés. Ahora ve y guía a tu pueblo al sitio que te dije: mi ángel irá delante de ti.
          Y el SALMO que corea la narración anterior, viene a ser optimista y confiado: Dad gracias al Señor porque es bueno. (105)

          Pasamos al evangelio, que continúa con nuevas parábolas (Mt. 13,31-35). Primero está la parábola del grano de mostaza. El Reino de los cielos se parece… El grano de mostaza es inicialmente una semilla muy pequeña. Pero cuando se siembra, acaba creciendo y formando un arbusto donde los mismos pájaros viene a anidar en sus ramas.
          El Reino no es de multitudes. No es de relumbrones. El Reino es algo pequeño que tiene la vocación de hacerse grande y acoger a todos los que se acercan. Quizás sea ésta una lección muy útil en los momentos actuales. Hemos vivido períodos de cristiandad, en los que las masas aceptaban los postulados del Reino. Pero ya vemos en qué ha quedado. Hoy las masas se han alejado. Quedamos “un resto” (como en los tiempos de la deportación de Babilonia). “Un resto” que no significa que seamos pocos, pero sí que la Iglesia no es masa. Y que tenemos que vivir la humildad del fracaso humano, pero la confianza en que la barca de la Iglesia no se hunde, y en ella navegamos con toda la incertidumbre de “migrantes” que no sabemos si llegamos a puerto…, y con toda la certeza de que las fuerzas del infierno no pueden contra ella.
          Pero hay más: ya no somos “cristiandad”. Ya no se está en el Reino por el hecho de nacer y seguirse indiscutiblemente un bautismo y una formación familiar en la fe. Ahora cada uno de los que estamos y creemos, tenemos que sentirnos levadura, cuya misión –dentro de ser tan pequeño el fermento-, tiene que fermentar toda la masa. Es una llamada urgente a la misión, al apostolado, a ser testigos que tienen que manifestar en sus vidas que el Reino está ahí y que su vocación es extenderse. Una misión que va mucho más “boca a boca”, contagio de hombres y mujeres convencidos de que el Reino está ahí y que hay que comunicarlo.
          La “fe entra por el oído”, dice Pablo. Las familias modernas no hablan a sus hijos de esa vía. No les proporcionan el camino. No bautizan. No les inculcan los principios evangélicos, no hablan de Cristo, no les hablan de Dios. Ahí es donde la levadura tiene que actuar. Y hemos de sentirnos levadura que –partiendo de lo poco que somos y podemos-, ponemos todas nuestras posibilidades al servicio de la causa de Jesús. Con menos empezó Jesús su obra: la Palabra esparcida, y doce hombres de muy poca cultura, entusiasmados con la causa del Maestro. Y eso llegó a invadir el mundo y sembrar de rasgos cristianos el arte, la arquitectura, la literatura, la poesía…, y el mundo entero que había encontrado una creación cristiana que les hablaba de lo sublime y grande de Dios.
          ¡Pobre mundo el de hoy, que ha dejado de lado la inspiración cristiana y la referencia a un Dios que está por encima de todo!

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