viernes, 7 de junio de 2019

7 junio: Tú sabes que te quiero


LITURGIA
                      El tribuno romano estaba en Cesarea y hasta allí llegó el rey Agripa para cumplimentar a Festo, y allí se detuvieron varios días. Festo expuso al rey el caso de Pablo, un prisionero dejado allí por Félix. (Hech.25.13-21). Le expone el caso que vimos ayer, y que Festo no entiende, porque le presentaron a Pablo con acusaciones que luego él pudo comprobar que no se trataba de culpas de algo sino de dimes y diretes de aquellas religiones que había en Jerusalén. Y perdido entre aquellos detalles, Festo, que estaba en Cesarea,  propone entonces a Pablo ser llevado a Jerusalén para juzgarlo allí. Pero Pablo ha apelado al César de Roma, por lo que le ha dejado en la cárcel hasta que se realice su traslado y sea juzgado por el emperador.
          No se pueden sacar muchas conclusiones prácticas de tal narración, puesto que es un relato dentro de los personajes romanos que se han concentrado en Cesarea.
          ¿Por qué Pablo apeló al César? Posiblemente aburrido ya de su situación en la que iba de una discusión a otra sin poder sacar nada en claro. Roma no estaba infestada por saduceos y fariseos –en definitiva- por los judíos, y Pablo buscaba un juicio sin interferencias y dentro del derecho romano, uno de los más prestigiosos del mundo y que ha trascendido los estudios de Derecho de siglos y siglos.

          El evangelio nos lleva ya al final del último capítulo de San Juan (21,15-19) y es el diálogo solemne de Jesús con Simón Pedro, en el que Jesús pregunta al apóstol distinguido si lo ama más que los otros. No era en balde aquella pregunta concreta. En la cena, Simón había blasonado de no ser infiel al Maestro aunque los demás lo fueran. Se puso en parangón con los demás y se sintió más fuerte y seguro que los demás. Luego la vida vino a decir su realidad, con aquel Simón acobardado que negó a su Maestro, hasta con juramentos y expresiones que pretendían presentarse como ajeno y desconocedor del Maestro. Aquello había de dejarlo ahora en su verdadero lugar, y Jesús vino a preguntarle en comparación con los otros, cuál era su grado de amor: ¿Más? ¿Igual?
          Y Simón tenía aprendida la lección y se limitó a asegurar que tú sabes que te quiero. No sólo “más” o “menos” sino lo que no tiene vuelta de hoja: “lo que tú sabes”. Y Simón estaba muy seguro de que Jesús lo sabía.
          Hago siempre la advertencia del cambio de verbo usado por Jesús y por Simón Pedro. Son dos matices del amor: amar es un amor genérico. Te quiero es una expresión cordial que va más allá del amor y expresa cariño y cercanía: estoy contigo.
          Tres veces le preguntó Jesús a Simón por ese amor, con la particularidad de que la tercera vez, Jesús emplea ya la expresión del querer y no del “amar”. Tres veces: a mí no me gusta la idea pero muchos interpretan que a tres negaciones correspondían tres afirmaciones. Puede valer. Sólo que a mí no me encaja que Jesús llevara a Pedro a aquella experiencia del “mano a mano”. Pero no la puedo negar, si no es desde mi personal concepción del Corazón de Jesús, que no lo veo haciendo que Pedro pase por el recuerdo de sus negaciones, a las que tiene que reparar. No va con mi concepción de la magnanimidad del Corazón de Cristo, al que veo mucho más grande que todo eso.
          Simón Pedro acabó rendido y no fiándose nada de sí y confiándose todo entero a Jesús: Señor, tú sabes todas las cosas y tú sabes que te quiero. No se apoya más que en esa realidad.
          De hecho el Señor, desde la primera pregunta ya le estaba poniendo a su futura iglesia en sus manos: apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos. Por tanto no hubo dudas en Jesús de que Pedro lo quería. Hubo en todo el episodio más pedagogía que otra cosa.
          Y llevando ya el tema al extremo, Jesús le asegura a Pedro la identidad de camino que va a recorrer con el Maestro: Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras. Y apostilla el evangelista: Indicando el género de muerte con que iba a dar gloria a Dios. Pedro murió en el martirio de la cruz, como su Maestro, extendiendo las manos y ceñido por otro y llevado adonde no quisiera.
          Estamos ante una de las páginas más brillantes y gozosas del evangelio de Juan, en un capítulo añadido con posterioridad a haber puesto su epílogo primero al capítulo 20.

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