DOMINGO PLURAL
Estamos
cerrando con este Domingo lo que comenzó el domingo pasado, día de la
Resurrección de Jesús. Culminación de una semana completa en la que se ha ido
desdoblando la fuerza expansiva que se producía por resucitar Jesús de entre los muertos.
La
concreción de lo que encierra en sí ese acontecimiento esencial viene declarado
de formas diversas: en la 1ª lectura
–Hech 2, 42-47- se describe el gran efecto: los Creyentes, y cómo eran los creyentes: personas que vivían unidas, que ponen en común
sus bienes, que no daban lugar a que hubiera ricos y pobres, porque quien
tenía, daba a quien no tenía. Que participaban de la Eucaristía, celebrada aún
en las casas, que tenían una verdadera oración, y que así eran verdaderos
testigos de que la Resurrección de Jesucristo era un HECHO., no una idea
mental, o un acto litúrgico conmemorativo.
En
la 2ª lectura, de la 1ª carta de San
Pedro –[1, 3-9] se hace referencia al Dios
de la misericordia, que se ha manifestado en Cristo resucitado. Volviendo a
la verdadera fe creyente, se describe
como de más precio que el oro, y que se hace alabanza a Dios… No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis. Nos
viene como anillo al dedo, porque nosotros no hemos visto a Jesucristo, y sin
embargo su amor a Él marca nuestra ida.
La
misma idea del Evangelio, en el que
Jesús afirma a Tomás –que ha sido duro y exigente para creer- que son dichosos los que creen sin haber visto.
El domingo de la Octava de Pascua nos está catapultando a una vida muy nueva y
feliz: somos los que no hemos visto al Señor, y sin embargo CREEMOS EN ÉL, y
nuestra forma de ser, de vivir, de creer, de actuar…, tiene que abrir una
puerta hacia esa fe operativa que distinguía a aquellos cristianos.
La
EUCARISTÍA, como Sacramento
de nuestra fe, debe impulsarnos a una mejora en nuestra calidad de
creyentes, que pasan de una etapa más pasiva a otra que llega a hacerse
testimonio ante los demás, creyentes o no.
El
Papa Juan Pablo II estableció en este domingo la fiesta de La divina misericordia, que es la expresión del amor del Corazón de Dios, manifestado en la
vida y los sentimientos del Corazón de Jesús. Estamos sobre la misma
realidad que ya teníamos, a la que se le abre un acento en la expresión, por la
necesidad de unos tiempos que necesitan variaciones para no caer en la rutina.
Pero la misericordia de Dios no puede
tener expresión más gráfica que la del Corazón traspasado de Jesús. Ni
puede entendérsele mejor que cuando aprendemos a ir al Evangelio para ORAR CON
EL EVANGELIO, y hallar en cada hecho del mismo, LOS SENTIMIENTOS PROFUNDOS DEL
CORAZÓN DE JESÚS, QUE SON EL ALARDE
SUPREMO DE MISERICORDIA DE DIOS.
La Iglesia se
adorna hoy con la declaración de santidad de dos Papas contemporáneos, que
muchos de nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer y estar bajo su
cayado de Pastores de la Iglesia universal. Muchas cosas son las que pueden
entresacarse de la vida de esos Pontífices, pero tomando la esencia que nos
trasmiten personas muy unidas a ellos, y que todavía viven, en Juan XXIII se destaca la inocencia de
niño en sus ojos, y la sonrisa de sus labios. Como un valor para la Iglesia
(que necesitaremos ahondar), la osadía de convocar el Concilio Ecuménico Vaticano
II, definido por Benedicto XVI como “la
estrella polar de la Iglesia Católica”.
En
unas dimensiones que tienen su punto de coincidencia, en Juan Pablo II se destaca su rezar, su trabajar y su sonreír. Su modo
de orar, que le centraba totalmente en lo que oraba; su trabajar incansable, su
sonreír y su sentido del humor (que va muy unido a esa sintonía con la
juventud) a la que supo unirse muy especialmente, apoyado así por grupos de
carismas muy concretos dentro de la Iglesia, y que hoy día pueden considerarse
muy protagonistas de esta canonización.
Se
acaba la GRAN SEMANA PASCUAL con el doble aleluya que tendremos hoy al final
de la Eucaristía. Pero nos quedarán los largos ecos de la Resurrección –presididos
por el CIRIO PASCUAL como Columna de
fuego que nos mantiene viva la Presencia del Resucitado, la compañía de
Dios en nuestra historia como parte de la Historia de la salvación y –por tanto-
de sabernos en tensión gozosa hacia una renovación
constante en nuestro vivir diario. Si queremos establecer un acicate que
nos diga claro lo que este tiempo representa, podremos decir que si la Cuaresma
nos preparaba a un morir de pasiones, carencias, fallos, pecados…, que había
que combatir y contrarrestar, el período
pascual nos incita a una idea básica y fundamental: renovarnos en santidad, en buscar la voluntad de Dios, en hacer lo que
a Él le agrada. Ya no está el acento
en “quitar lo que sobra”, sino en “poner la filigrana del amor”, que distingue
a quienes se han enamorado. Y no puede existir verdad cristiana auténtica si no
hay un enamoramiento total del Corazón de Dios, manifestado en Jesús, el
hermano mayor que nos ha precedido y nos ha dejado dibujadas las formas propias
del mayor amor.
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