DOMINGO DE
RAMOS, ciclo A
Una
liturgia hermosa y expresiva, catequética y piadosa. Su ritmo se empieza en la
entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. La procesión litúrgica con los ramos
bendecidos y cantos de alegría, representan aquel momento en que Jesús levanta las
compuertas que tuvo ocultas durante mucho tiempo, en el deseo de que su
realidad mesiánica se reconociera por
sus obras y no por una proclamación pública. Hoy, en este domingo
celebramos esa proclamación y aclamación emocionada de Jesús, como el hijo
de David, que viene en nombre del Señor, a quien se le canta y agasaja
tendiendo mantos por el camino, cortando ramas de los árboles y uniéndose
mayores y niños en un canto alegre y gozoso que desemboca en la gran Ciudad.
La
liturgia hace ahora parada y lee el Evangelio correspondiente a este hecho, con
esas pinceladas de autoridad de Jesús, al que le han dejado llevar y montar
unos animales que estaban a la puerta e la casa de sus dueños, en la aldea de
Betfagé.
Seguirán
las lecturas expresando el anuncio de una pasión de dolor (Is 50, 4-7), que es
posible en Jesús, el Hijo de Dios, porque Él no ha retenido hacia afuera esa
categoría, sino que se ha despojado de ella para poder entrar de lleno –totalmente-
en el mundo de la humanidad, y así, como uno cualquiera, poder arrostrar la
tragedia humana que acaba en la misma muerte y muerte humillante de cruz.
En
ese momento hemos ido a la lectura de la Pasión, en la redacción y detalles que
le son propios a San Mateo. Con esa lectura –que debe ser sentida y vivida-
vemos el primer final de la vida de Jesús. Los ornamentos rojos que hoy utiliza
el sacerdote llevan –con la primera parte de la liturgia- un color púrpura
regio. Con la segunda, nos lleva al rojo de la sangre salvadora de Jesucristo,
derramada a lo largo de su Pasión.
Con
ello, el paso a la Eucaristía nos hace sentir que no ha sido mera lectura
histórica lo que se ha desarrollado antes, sino que todo tiene su plasmación en
el Santo Sacrificio de Jesucristo.
La liturgia no es mera historia: es realización de un proyecto, que vuelve a
revivirse a través de una acción divina que se vive por medio de la Sagrada
Liturgia, en la que ya tenemos cerrado el círculo: la Pasión y muerte de Jesús
no queda enterrada en el sepulcro. Lo
que se sembró en esa corrupción, se levantará y tendrá la nueva vida inmortal.
Y viviremos cada instante de la vida (y pese a nuestros padecimientos) abocados
a la Resurrección de Jesús, que es nuestra fuerza de nueva vida esperanzada.
Pilato
se ha lavado las manos…, pero sabe muy bien la injusticia que ha cometido. Le
han ganado la partida sus enemigos naturales, los judíos. Y se retira al
interior de su palacio con una sensación espantosa de si mismo. Manda hacer el
cartel en que debía constar la causa de la sentencia de muerte. Y Pilato
escribe: JESÚS NAZARENO, REY DE LOS JUDÍOS. Y con ese cartel –que refleja la
frase que ellos pronunciaron: que su
sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos-, queda patente por qué
ha llegado Jesús a la cruz. Y daba Pilato su “coz” particular de “crucificar a vuestro rey”.
Evidentemente
no estuvieron contentos los judíos con ese letrero, y pretendieron que Pilato
lo corrigiera: que él se ha dicho rey de
los judíos. Y Pilato, que ahora está solo, que no está acallado por los
gritos del pueblo, se hace fuerte en la minucia, y da el “puñetazo en la mesa”: “Lo que he escrito, se queda escrito.
Y
comenzó la vía dolorosa, que difícilmente podía Jesús recorrer, aunque sólo fueran
900 metros: no tenía fuerzas para caminar él; y hubo que recurrir a obligar a
uno que venía del campo, muy ajeno a lo que aquí estaba ocurriendo. De los
presentes no hubo nadie que aceptara llevar la cruz (que aunque no fuera cruz
propia) ya les resultaba un baldón. Y echaron mano del que estaba ajeno a todo.
Tomó sobre sí la cruz de Jesús –el madero transversal- (que ya le humillaba al
de Cirene), un tal Simón, que acabó compadeciéndose de Jesús, y lo que había
empezado obligado, se le fue convirtiendo en actitud de complicidad para poder –además
del madero- apoyar al propio Jesús, que apenas podía arrastrar los pies sobre
el pavimento. Simón de Cirene quedará como icono de todo el que ayuda a otro en
esa labor de levantar algún peso de los muchos que aplastan a algunos hermanos.
Y más cuando sus hermanos no son solo “los de su ciudad, los de su pueblo, los
amigos y los buenos, sino cuando se sabe meter el hombro allí donde alguien
sufre, y busca uno aliviarle su peso. No es que el Cireneo se hace “un
sustituto”; ni: cada cual tiene su cruz propia y ha de vivir su vía dolorosa
con esa cruz. Pero la mirada, la connivencia, la actitud solidaria y
comprensiva, el saberse junto a alguien…, y los mil posibles más a los que da
cauce el amor cristiano, hacen de cirenéos en medio del camino de cada persona.
Estamos
iniciando la SEMANA SANTA, y algún Cristo real no tiene Hombres de Trono, costaleros, portadores, “cirenéos”. ¿Hay alguien –que venga del “campo” (sin prejuicios) y
sea voluntario en cargar con la cruz de alguien necesitado?
La entrada triunfal de Jesús en Jerusalén pide a cada uno de nosotros coherencia y perseverancia,ahondar en nuestra fidelidad,para que nuestros propósitos no sean luces que brillan momentáneamente y pronto se apagan.En nuestros corazones hay profundos contrastes:somos capaces de lo mejor y peor.Si queremos tener la vida eterna,hemos de ser constantes,morir por lo que nos aparta dei Señor y nos impide acompañarlo hasta ta CRUZ.
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