Se toca la
Pasión
La
liturgia nos deja ya al borde de la tragedia. El “siervo de Yawhé”, golpeado en
sus espaldas, mesada su barba, con su rostro escupido y su dignidad aplastada
por las injurias…, seguía sintiéndose capa de alentar al abatido, con el oído
bien abierto para saber “escuchar” un lenguaje distinto, y dar una palabra al
que sufre. Ese “siervo” –figura eminente de Cristo- puede retar a cualquiera
que se sienta su rival, porque se sabe inocente y porque sabe que Dios le
ayuda. (Is 50, 4-9)
Jesús
está ya en la Sala de la Cena, y se han situado todos en sus divanes para
empezar la fiesta pascual. Pero Jesús empieza primero a desahogar su alma con
ese pensamiento que le destroza: En
verdad os digo que uno de vosotros me va a entregar. Aquello, así de
pronto- es como un rayo que cae sobre los comensales, quienes con la más grande
perplejidad empiezan a preguntar con timidez: ¿Acaso soy yo? Es que ni se
fiaba ahora cada uno de sí mismo. El cinismo saltó como un trueno cuando Judas se
atrevió a preguntar: ¿Soy yo, acaso,
Maestro? Y ya podemos imaginar la palabra que salió hondísima del mismo
Corazón de Cristo: Así es… Pero con
tal prudencia, con tal intimísima prudencia, que nadie se apercibió.
Jesús
estaba ya cosido al madero horizontal, jadeando por el dolor y por aquellos
músculos del pecho tensados. Quedaba esa operación tan brutal de izar ese
cuerpo hasta el mástil vertical. Por supuesto hubieron de ayudar para que el
cuerpo –sólo péndulo de los clavos de sus brazos- no se desgarrara. Cuando
llegaron a su posición, entre los espasmos tremendos de Jesús, pudo tener un
leve incómodo “descanso” al sostener en el sedil que hacía como de “asiento” (por
llamarle de alguna manera) al crucificado. No pienso que Jesús estuviera ahora
mismo para sentimientos ni para pensamientos. Podría seguir repitiendo su “perdónalos, Padre…”, pero poco más en
medio de aquella brutalidad que estaba padeciendo. Máxime cuando ahora viene
forzar la postura de los pies para clavarlos sobre un palo que se cimbrea a
cada golpe… Y simultáneamente están clavando y fijando entre sí los dos maderos…,
y el letrero de la condena, sobre la cabeza de Jesús. Un cúmulo de sufrimientos
añadidos que llegan a superar todo lo imaginable. Y es que tenemos tan sabido eso
de la “crucifixión” que nos quedamos en la superficie de la barbarie que era
aquella tortura. Jesús es un puro dolor. No puede pensar en nada. Demasiado
hace con seguir viviendo y con no haber perdido la conciencia en medio de tamaño
suplicio.
Estaban
ya crucificados los tres condenados, y permitieron a los deudos acercarse.
María y el reducido grupo de fieles con valor suficiente, -¡con amor
invulnerable!- se acercaron a la cruz de Jesús. Y la Madre, erguida pero
destrozada, se pegó a la cruz de su Hijo, sin querer siquiera rozarle, porque
bastaba ver la hinchazón de sus miembros para barruntar el dolor insufrible de
aquel cuerpo… Las otras personas, expresaban más su dolor pero se tragaban sus
deseos de manifestarlo en lamentos, por el respeto a aquella madre, tan firme y
tan desgarrada. Y Jesús “volvía a sentir”, porque ahora tenía allí a esas
personas padeciendo, y eso le sacaba a Él de su propio dolor para mirar la
tragedia que invadía a esos seres queridos por Él.
El
ladrón de la derecha estaba callado desde hacía un rato… Observaba. En aquel “rey
de los judíos” había algo que le llamaba la atención… Lo mismo en aquella madre
y aquellas pocas personas que acompañaban a su compañero del Calvario. Llevaba
sus ojos de ese grupo al de su compañero, desesperado, blasfemando, gritando
como podía… Y se le encendió una luz a ese de la derecha. Y levantando un poco
su voz, se dirigió a Jesús: Señor:
acuérdate de mí cuando estés en tu Reino. Algo así como un grito en medio
de la noche, que removía al corazón de Cristo. No era Él sólo con su dolor… No
eran sólo su grupo de fieles… A unos metros, un hombre (que antes estaba
desesperado) que ahora se ha dirigido a Él con humildad suplicante… Y Jesús
movió la cabeza hacia su izquierda, en lo que pudo, y respondió: “Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso”.
Realmente le había llegado el Paraíso a ese hombre allí mismo en medio de su
fracaso humano.
Y
Jesús, como ese soldado que despierta de su derrota (que dice el Salmo), ahora
está volviendo a sentir con sentimientos hondísimos que se salen de su personal
situación y vuelcan al alma en los que tiene delante. Y mirando a su Madre y al
“discípulo”, dice: “Ahí tienes a tu hijo”; “Hijo, ahí tienes a
tu madre”. Era muy denso el testamento que acababa de firmar. Legaba lo más
suyo a todo discípulo amado… Su madre
sería madre de cada hijo que quedaba a los pies de la cruz… Para ese “hijo” era
un Cielo lo que le acababan de encargar. A mí no me gusta la traducción: “y el
discípulo se la llevó a su casa”. Me resulta demasiado material. Me gusta más: “Y desde aquella hora, el discípulo la tomó
por suya”. Quedaba dado ya todo. Incluso en ese momento estaban ya los
soldados repartiéndose las ropas de los ajusticiados, y ya no le quedaba a Jesús
ni eso.
Luego,
volvió Jesús a ensimismarse. Su garganta reseca, su soledad mucho mayor que la
física…, abocada a la muerte, y con el alma más reseca que su misma boca, le
llevó a rezar…
Reflexionaba a raíz del Evangelio de hoy en todas esas ocasiones en que "entrego/entregamos" a Jesús (no creo que tenga la exclusividad Judas): cuando antepongo/anteponemos en nuestra vida la comodidad, el ego, lo material, lo sensual, el poder, la imagen social, la soberbia ... al Evangelio.
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