MADRE, ¡lo siento!
Hoy
no queda más que eso. Me atreveré a pedir entrada en el aposento de María, y
con el alma destrozada decirle María: Madre,
¡lo siento! Y no son palabras. Y
sabes que apenas me salen, pero mi alma y mi sentimiento hablan por mí. Jesús me
dijo: Hijo, ahí tienes a tu madre. Yo
hoy tengo que venir a Ella, interesarme por ella, expresarle mi dolor…, y –por supuesto-
mi vergüenza…, porque detrás de todo
esto…, de esa Madre de alma parida, yo soy hijo…, pero soy culpable. Quiero dar
el pésame, pero no vengo tanto a consolar cuanta mi necesidad es ser yo
consolado. Al menos, echarme a los pies de la Madre, y poder llorar… Lloro con
ella por el dolor de Jesus muerto. Ruego ante ella por la vergüenza dolorosa de
que yo estuve allí en aquellos terribles momentos… Ni siquiera como espectador;
fue actor de aquella hecatombe. En mis manos hubo látigos; en mi soberbia,
espinas; en mi modo de ser, cobardías y sensualidades –a lo Pilato y Herodes-, en
mi pecado, lanza que apunta CONTRA el corazón de Cristo… ¿Cómo puedo
presentarme ante María? Sencillamente
porque Jesús me lo ha dicho; porque Él me la ha dado. Y porque Ella es Madre y
acoge y abraza, y comprende y consuela.
Y
pasado ese momento, mi pregunta: ¿Cómo
pudiste, Madre, quedarte de pie allí? – Casi que ni lo sé, porque yo me hubiera
derrumbado al ver la carnicería que habían hecho a mi Hijo. Pero eso mismo me
daba una fuerza que yo no me puedo explicar. Dicen que es la “omnipotencia de
las madres”, que ni se cansan, ni parecen sufrir (aunque estén deshechas). Yo
estaba de pie, erguida, manteniendo también a mi Hijo. No podía derrumbarme… Y
Dios me seguía apoyando y yo seguía gimiendo por lo bajo, y repitiendo mi “hágase”.
María
calló un poco. Lloraba. Por sus mejillas
caían dos hilos de lágrimas ininterrumpidas… Sentía el dolor y a la vez la
serenidad de las lágrimas liberadoras… Y yo respeté su silencio… Yo también
necesitaba ese bendito silencio, que es el tesoro de las almas espirituales.
Luego
María siguió desahogando su sentimiento más amargo: -Lo que me abatió fue aquel momento absurdo del soldado que tuvo la
reacción inhumana de alancear el pecho de mi hijo muerto. ¿Cómo podía hacerse
aquello? ¿Qué objeto tenía? ¿Qué falta de consideración tan brutal hacia
aquellos que velábamos –hechos polvo- el cadáver de Jesús? Te aseguro que fue
el momento peor. ¡Y mira que lo que habíamos vivido es espantoso! Pero todo eso
“rodaba” ya por sí mismo…, no tenía ya más vuelta de hoja, aun siendo tantas barbaridades,
una sobre otra… Pero lo de aquel soldado no tenía sentido; aquello fue una
profanación. Y María volvió a llorar más copiosamente. Aquella era una
imagen que se le había grabado en el corazón.
Y
lo que son las almas grandes… Se rehízo en su conversación conmigo, y me dijo: Yo no podía soportar dejar derramarse, sin
más, aquel borbotón sanguinolento que brotó de su pecho. Hubiera querido recogerlo…;
¡me impresionaba! Pero no tuve con qué. Y más dolor me causó. Y menos sentido
le encontré entonces a aquella acción que habían cometido con mi hijo muerto…
Luego, te diré que –tras
el paso de esta noche (que apenas si he dormido o descansado), se me ha abierto
una luz. Lo que al principio sólo me repetía a mi misma…: “No tenían bastante…;
han tenido que llegar hasta la última gota”…, y eso mismo me torturaba… Pero
tras esta noche he ido viendo que ASÍ
ERA MI HIJO…, que no dejaba nada a medias… Ahora era todavía más
inteligible aquella su palabra casi última, que dijo con satisfacción: Todo está cumplido… ¿Le faltaría ese “algo”
para que TODO fuera TODO? Por eso
ahora no me tortura ya ese recuerdo… No entiendo aún pero barrunto… “No cae un
cabello de la cabeza sin que Dios lo sepa y lo acepte”…: fueron palabras de mi
Hijo. Y yo ahora las tengo ahí metidas
en el cofre de mi corazón… Nada sucede por casualidad… Dios sabe más… Y
María suspiró muy hondo y miro por el ventanal hacia el Cielo. Y volvió a
susurrar un nuevo “fiat”…, ese que tanto variaba desde el momento tierno de la
Encarnación, hasta este instante en que cae ya de su peso como fruta madurada
en el árbol mismo de la vida…, ¡y de la cruz!
Me
despedí de María. Mi vergüenza cubre mi rostro, y sin embargo no estoy ya
abatido. Haber estado con María –y aunque ella estuviera tan dolorida- me ha
sido un bálsamo de suavidad. Yo también salgo del aposento diciendo un “fiat”…,
que ni sé lo que es o lo que será…, pero que me deja mucha paz en el alma. Vine
a dar el pésame, y me voy con el alma abierta y serenada. ¡Con razón me la dio
Jesús!
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