Las mujeres
llorosas.
Una
fue la mujer Verónica, que hizo lo poco que hizo, y fue mucho. Otras fueron las
“mujeres de Jerusalén” que se pusieron
a la par de Jesús en el camino hacia el Calvario, llorando y lamentándose. ¿Por
sentimientos de unión al que sufría? ¿Por “oficio”? Lo que el evangelio dice es
que Jesús les dijo que no lloraran por Él
sino por ellas mismas y sus hijos…, por Jerusalén y por todos los que
lanzan sus lágrimas vacías que se quedan en lágrimas, y nada aportan. Ni
siquiera auténticos sentimientos. ¡Leños secos!, cuyo valor de lamentos se queda en nada…, y no llegan para nada a
ayudar al leño verde, el que es vid
verdadera a quien -si no se está unido- no hay fruto ni posibilidades algunas.
Se
me ha ido la mente a las otras sentimentales situaciones que hoy pueden seguir
caminando junto a los pasos del vía crucis, admirándose y emocionándose cada
cual con “su devoción particular”, mientras Jesús sufre miles de vías crucis porque muy pocos en su
recorrido están sintonizando con el verdadero Jesús, el verdadero dolor de
Cristo, con una ojeada –siquiera- al evangelio, para no ir plañendo al lado, y
ajenos por completo a la realidad que representa. No puedo evitar que se me
ponga delante el Cristo real que se vuelve a las filas de los que le llevan, y
a la de los “espectadores” que allí, en los 900 metros del camino hacia el
Gólgota, veían “el espectáculo”. Y que nos pueda decir algo muy parecido a lo
que les dijo a las mujeres que iban…, pero no le acompañaban nada.
Y
así llegó al Calvario, flanqueado por los dos malhechores, que situaron a
derecha e izquierda, cada cual al pie de cada mástil vertical que ya estaba
hincado y bien fijado a los agujeros abiertos en la piedra del monte.
A
Jesús le habían puesto su túnica para ir la vía dolorosa. Cada paso era un reproducir
sus llagas supurantes, y por otra parte resecándose con el vientecillo del aire
libre. Más el cuerpo echando fuego de fiebre por la traumatización sufrida. Al
llegar al Calvario lo desnudaron otra vez. Yo digo siempre: lo desollaron, porque no era otra cosa.
Y sobre el suelo terrizo, con guijarros y piedras salientes, le tumbaron, de
modo que su “cabezal” era el madero de la cruz, pero a la altura de su espalda.
Y allí comenzó la brutalidad de la crucifixión simultánea de los dos brazos.
Estirazados primero con cuerdas, que lastimaban seriamente los músculos
pectorales, y con dos esbirros bien acostumbrados a dar los golpes brutales que
habían de atravesar sus muñecas, y que necesariamente rompían el tendón que
llega al pulgar de la mano, que quedaba agarrotado.
Jesús,
que apenas podía soportar aquel dolor agudo de sus espaldas sobre el suelo, y
que gemía sin apenas levantar la voz, dio necesariamente un grito agudísimo
cuando el primer martillazo le atravesaba el brazo y le provocaba un calambre
inmenso la rotura de los dos tendones. Y así, también a grito entrecortado,
pronunció su palabra exculpatoria: perdónalos, Padre, que no saben lo que hacen…
Evidentemente
no sabían. Lo dijo Él, que no miente. Pero es que su palabra, casi sacramental,
exculpaba a todos: NO SABÍAN…, no sabíamos… Aunque lo estaban
haciendo y aunque lo estamos continuando. Pero esos eran sus sentimientos, sus íntimos sentimientos, y en medio de
aquel tsunamis de irresponsabilidades, que habían arrasado toda humanidad, todo
sentimiento del corazón de un pueblo, de unos hombres religiosos, de los
poderes civiles, de muchas gentes que se implicaron directamente…, y de esta
pobre humanidad de hoy y de todos los tiempos…, RESUENA el grito de Jesús
pidiendo al Padre que nos perdone a todos porque
no sabemos lo que hacemos.
Cuando
hace pocas horas sufrí la falsía de palabras huecas que intentaban exculpar –cada
cual a su manera- su propio fallo, debí acordarme de este momento de Jesús que
era brutalmente tratado, y que, en medio de todo, siguió en su papel de PERDÓN
PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN. Y es lo que yo quiero hacer ahora. Que bien sé
que un Cristo tiene que morir por el bien
de “todo un pueblo”, para que ese “pueblo no quede arrasado por la
incompetencia y la palabrería, mientras cada “sumo sacerdote”, cada Pilato,
cada Herodes, seguirán “lavándose las manos” o poniendo “túnicas brillantes”
(de tonto del pueblo), o pensando “dar gloria Dios”… Al final, a quién están crucificando
en aras de una vacía palabra de “amor”, es al propio Jesús, que bien sabe que no saben ellos lo que hacen, y tienen
que ser perdonados. Jesús, eso sí,
está retorcido de dolor en este momento.
La
liturgia de hoy nos muestra al “siervo de Yawhé”, elegido desde el vientre
materno para ser quien convierta a los supervivientes de Israel. (Is 49, 1-6).
Jesús en la Cena acaba denunciando que uno
de vosotros me va a entregar. Con consternación preguntan varios si podrían ser ellos mismos, para acabar
Jesús dando a Judas un pan untado y encargándole hacer pronto lo iba a hacer. Y Judas salió del Cenáculo con la
noche hincada en su mal corazón… Y aún quedó el anuncio de negaciones y
escándalos ante el dolor de Jesús, a lo que Pedro se quiso hacer fuerte, porque
eso no le ocurriría nunca a él…
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