LA MUDEZ DE ZACARÍAS
Hoy hay ración doble.
El Espíritu me llevó esta mañana por ahí.
Como
cada año, en el adviento, volví sobre los datos que nos aporta el Evangelio de
Lucas y Mateo sobre ese período casi misterioso de los inicios del Nuevo
Testamento. Y lo primero con que uno se encuentra es con el relato de Zacarías,
sacerdote del turno de Abías, que le toca –por el orden de su turno- ofrecer el
incienso de la oración de la tarde en el interior del Santuario de Dios.
Allí
se encuentra con una visión inesperada, que es a la vez causa de temores
sagrados y el temblor religioso de hallarse ante un ser angélico que, para más
admiración y perplejidad, le anuncia que su esposa Isabel –ya anciana como él-
le va a dar un hijo… Y ¡aún más!: ese hijo trae ya puesto un nombre: le pondrás por nombre Juan. A una mente
hebreo era aquella una señal inequívoca de que era Dios quien actuaba, y que
ese niño estaba destinado a algo especial.
En
efecto el ángel se lo va desgranando y Zacarías va entrando cada vez más en una
especie de paroxismo místico…, y en una oculta extrañeza de tanto como se le
anuncia. Y Zacarías llega a perder su control de fe ciega en el mensaje que
recibe…, o –porque se pasa de fe y cree hacerlo mejor- acaba pidiendo una señal
de que todo aquello no es un sueño sino una realidad que se va a cumplir tal
como se lo ha dicho el Señor.
El
ángel le da la señal. Y la señal, que es a la vez un don de Dios y una
garantía, es que no podrás hablar hasta
que todo esto se cumpla. Parece a
primera vista que es un “castigo” por incrédulo: “por no haber dado crédito a
mis palabras”, como le dice el ángel. Sin embargo me gusta leer mucho más
adentro y hallar un gran secreto de las
acciones de Dios: EL SILENCIO.
Comprendo
lo difícil que es estar callado en medio de un mundo tan vocinglero. Comprendo
la tentación que supone recibir una noticia y no “escupirla” cuanto antes al
primero que se encuentra uno. Comprendo el prurito de ser uno el “primer
altavoz” de un suceso. Comprendo el afán de curiosidad por saber la última
noticia…
Lo
comprendo. Pero confieso la repugnancia que me causa. El malestar que me
producen esas “bocinas” que tratan de meterme en mi casa todos los ruidos de la
calle. Entiendo –y me agrado- en aquel momento que podría proclamarse a bombo y
platillo por un Zacarías exaltado por la emoción, al que –sin embargo- se le da
como señal de lo sobrenatural, quedarse
mudo por una temporada. Que a la salida no pueda explicar ni al pueblo
curioso y extrañado, ni sus compañeros
sacerdotes, ese detalle de cada momento vivido. Me encanta esa situación que
impide el morbo de hablar y hablar y nunca parar de tener que hablar. Hace
muchos años que acuñé una expresión que ha sido fuerza en mi vida: “Quien mucho habla, suena a hueco”. Hoy día lo palpo con una fuerza creciente
cuando veo a ese mundo que ya ni sabe callar ni tiene el valor de callar. Y es
que para saber callar (y con lo mismo
tener posibilidad de entrada en el propio interior) hay que tener valor y
capacidad.
El
secreto hondo de todo esto está en LA
VIDA INTERIOR, una vida que se alimenta de lo que Dios
va diciendo ahí dentro…, y cuanto más dentro, mejor. Una vida que necesita del
silencio y de la propia mudez, porque “dentro” hay una riqueza tan grande que
no necesita –y hasta le estorba- el bla, bla, bla atosigante de quien no sabe o
no quiere o no se atreve a callar. Zacarías no tiene ahora peligro de
desbordarse a contar su historia última. Con las cuatro palabras que puede
escribir en una tablilla para dar la somera explicación de su estado, que no es
por enfermedad, vuelve a poder meterse dentro de sí mismo y meditar y regustar
y zambullirse en aquella maravilla que le ha comunicado Dios. Y cultivará así
mucho más esa gran riqueza de Dios, que le ha visitado y le ha hecho partícipe
de un trozo importante de la historia de la salvación.
Por
eso me gusta decir que la VIDA INTERIOR es ese mundo sin fondo que encuentra
uno en el momento en que cierra los ojos…, y se encuentra con una riqueza
inefable en su propio interior. Y es tan maravilloso, que le aleja de todo el
curioseo de las minucias que le rodean y que no le llevan a ninguna parte, que
ni uno las busca, ni le interesa que vengan a invadirle su “secreto interior”
en el que sólo quiere vivir su gran valor de comunicación y presencia de Dios.
Que no es huida de la realidad, ni preferir ignorarla. Es sencillamente
dejarle a esas cosas “ocupar su puesto”. No más allá.
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