ADVIENTO.- día 21 Se abre desde un texto del Cantar de los
Cantares, el libro del amor que inspiró a los místicos por ser la expresión apasionada del amor. Su
elección para este día está en el gozo del encuentro que tienen dos que se
aman. “Ha acabado el invierno; ya se ven las flores en los campos”.
Así
se enmarca aquel encuentro de los dos niños que -desde el seno de sus madres
(María e Isabel)- dan y reciben el gozo profundo de un “invierno” que ha pasado
[todo el tiempo de espera del Mesías]- y ya florece una nueva etapa de la
historia. Así, ante el saludo de María a Isabel, desde el mismo umbral de la
puerta, ya se produce aquel gozo inmenso del hijo de Isabel, en el seno de su
madre, porque Jesús, desde su presencia en el claustro materno, le ha llenado
de Espíritu Santo y le ha santificado. También Isabel ha quedado llena de ese
aroma de las flores que viene a traer María, a la que alaba y bendice
emocionadamente: porque ha llegado hasta ella “la Madre de mi Señor, y
desde que tu saludo llegó a mis oídos, saltó de gozo la criatura en mi vientre”.
Dichosa tú, que has creído. Gran alabanza a María, cuyo gran mérito
personal, y gran regalo para la humanidad, ha sido QUE ElLA HA CREÍDO. Y como creer de verdad es obedecer, Ella fue
-en su obediencia- el gran ejemplo para todo el que cree.
SERMÓN DEL
MONTE
Porque ellos verán a Dios
Es el inmediato
efecto de los que tienen la mirada limpia: unos “ojos claros”, unos ojos que siempre
ven lo blanco, están verdaderamente hechos para VER A DIOS. En el famoso test de Rochar, con sus llamativos
manchones de colores, suelen las personas descubrir las aparente figuras que
forman esas “manchas”. Pero hay quien descubre mucho más los espacios blancos:
es señal de una manera de ser creativa, artística…
En
la vida encontramos muchos más que ven las
manchas. El “limpio de corazón” ve los espacios blancos… Y en los espacios
blancos es donde se manifiesta Dios, donde “se ve a Dios”.
Aquella
recién casada que lamentaba lo sucia que tenía la ropa su vecina, a la que
querría ayudarle con su mejor detergente. Y tanto insistía que un día el marido
se levanta temprano y limpia los cristales de su casa. Ese día la recién casada
se alegra mucho de que la vecina dio con el buen detergente para que su ropa
quede blanca… Y el marido le dice: es que esta mañana lavé tus cristales. Es la historia que se repite: vemos “la ropa
sucia” del vecino… Y lo que están sucios son nuestros propios cristales. El día que esos cristales e nuestro
corazón se lavan, VEMOS LA LUZ DE DIOS. Esa es la bienaventuranza: ese es el “sacramento” de los “ojos limpios”, que
reflejan la limpieza más profunda del corazón. Decía Jesús: Porque si el ojo de
tu intención está sucio, ¡cuánta oscuridad!
“Poseen
el órgano adecuado para contemplar el rostro de divino… El hecho de que los
inicuos no lo vean, no es tanto consecuencia de una prohibición moral, cuanto
una imposibilidad física” (Cabodevila). “Quien
tenga el corazón en ambiciones que acucian a la gusanera, no podrá ver nunca a
Dios cara a cara” (Papini). “¿Quién subirá al monte del Señor? El que es puro
de corazón y de manos inocentes” (Salmo 51).
Creo
que la experiencia personal nos avala claramente esta bienaventuranza. La
transparencia, la sinceridad, la lealtad, el presentarse a pecho descubierto, es
criterio de pureza en el alma, de limpieza en el corazón. Es el criterio de
sintonía de la persona con Dios. Cuando el niño se oculta, señal que está
haciendo una travesura. El limpio de corazón no se tiene que ocultar porque
nada tiene que ocultar, porque sus obras están hechas a la luz del día.
Aquel
famoso “discípulo amado” del evangelio de San Juan, descubrió entre las brumas
del amanecer, que aquel extraño personaje de la orilla ERA EL SEÑOR. ¡Tenía los
ojos limpios!, era limpio de corazón. El mismo Tomás, con su temperamento
fuerte, acaba lavando sus ojos cuando se baja de la altanería y acaba
reconociendo mucho más de lo que ve y toca: con el corazón descubre que tiene
delante a su SEÑOR Y SU DIOS. Eso no lo
veía con ojos empañados… Allí estaban viendo
los ojos limpios, que ven a Dios.
Es
una bienaventuranza de andar por casa.
Ni siquiera hay que esperar a la otra vida para encontrar recompensa. Se tiene
en la misma paz que deja en el alma esa forma de vivir la vida con limpieza de
alma, con prudencia de juicios, con delicadeza de palabras, con dominio de
reacciones y con el suficiente amor como para no buscar zaherir. El limpio de corazón lleva ya su misma paga
en el bienestar que origina a su alrededor, sin dejar el exabrupto absurdo y
ridículo con el que pretende quedar por encima, y ni queda por encima ni logra
su objetivo. Porque detrás de su palabra sucia, traumatizada, lo que halla es el
rechazo de los que están ahí. Por el contrario, a la limpieza de alma, a los
ojos limpios, al corazón que va cara al viento, a pecho descubierto, le embarga
el gozo inmenso de VER A DIOS.
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