Silencio profundo
El libro de la Sabiduría tiene
una descripción poética bellísima sobre la creación del mundo, al que ve sumido
en el silencio de la inexistencia. Ha de llegar la voz de Dios, su palabra eficaz
y creadora para que aquel silencio de no-vida se convierta en un bullir de
seres vivientes que llenen la naturaleza de sus diferentes gritos y cantos de
vida que revienta por todas partes en una inmensa primavera. “Cuando
un silencio profundo lo llenaba todo, y la noche llegaba a su mitad, tu omnipotente
Palabra bajó desde el solio real de los cielos a la tierra”.
Esta descripción es tomada por la
liturgia en el ciclo de la Navidad. Y como en una nueva explosión de la vida –la
que trae la nueva creación en esa PALABRA de Dios, hecha Niño, hecha elocuencia
divina-, el nacimiento de Jesús en nuestra tierra es la realización plena en la
que el silencio profundo del mundo ajeno
a Dios, es iluminado y hecho pletórico de vida por la omnipotente Palabra de Dios que ha descendido del Cielo a la tierra.
Se retoma la misma expresión pero con ese nuevo sentido que le gana al
original.
El hecho de que el nacimiento de
Jesús se sitúe a medianoche no es porque exista registro alguno, ni constancia
de tal hora, ni revelación, para saber que fue así a media noche. La base es
ese texto por el que una noche de otro tipo, la de un mundo que aún no ha sido
salvado, pasa a hacerse pleno día con la llegada de esa Palabra omnipotente de
Dios “pronunciada” con tal fuerza que nace hombre entre las penurias y pobrezas
humanas de la humanidad. El silencio entonces se hace sagrado y a su vez se
convierte en vida.
Quiero pararme en esas dos vertientes
del silencio profundo… De una parte, la riqueza del silencio, ese silencio constructivo
en el que Dios se apoya par hacer grandes obras. Fue en el silencio de la
inexistencia donde Dios pronunció su “Hágase”
y sobre el silencio empezaron a pulular vivientes de toda especie.
Y aquel silencio primero se
convierte en algarabía de vida, que abarca y adorna todo el planeta.
El mundo andaba en sombrías
tinieblas al cabo de miles de siglos. La voz de Dios que valió ante el mundo
inanimado para que cada ser siguiera su ruta, sus ciclos, se desenvolvimiento, se
había truncado por el mal uso de la libertad del ser más perfecto que la
omnipotente Palabra había modelado, porque entonces no fue una palabra
imperiosa la que sacaba del “silencio”,
sino todo el mimo de Dios que realizaba la filigrana de un ser que fuera “imagen y semejanza del mismo Dios”. Por tanto, muy superior a las otras criaturas,
y constituido rey de aquel Edén de Dios. Fue aquel tesoro de la libertad que
Dios entregó al ser humano, el que llevó a un absurdo graznido de independencia
al ser más perfecto que había sido puesto en la existencia-
Haciendo ciencia ficción…, o
volviéndonos a los orígenes, sólo un
nuevo silencio profundo de parte del ser humano, es como puede volverse al
Edén. Mientras el mundo se pierde en su algarabía, sus ruidos, sus prisas, sus
estrés, su insaciable deseo de dominio de todo, ocupa un puesto de preferencia el SILENCIO PROFUNDO… El silencio que favorece
la serenidad, la parada juiciosa, el momento de reflexión, la reflexión que se
adentra en la riquísimamente poderosa
Palabra descendida del Cielo, y que siempre fluye como en río alimentado
por un manantial eterno. Cuando la
persona se llega a beber con fruición en ese río de la Palabra divina, que
queda paradójicamente a la altura y el tamaño de la mano, para ser manejada por
toda persona que quiera romper el silencio vacío para adentrarse en el río de
vida –siempre nueva, siempre fecunda- que se va desprendiendo de esa Palabra
del Señor.
Dice el villancico que los peces
en el río beben y beben y vuelven a beber…,
y nos muestra con la sencilla teología popular, que sólo así, yendo una y otra
vez a zambullirse en ese río de la Palabra, es como puede subsistir el pez
humano en una fe creciente y que madura…, que ES VIDA.
El silencio profundo de la nueva creación, que se da en aquella media
noche de Belén, lo traduce San Pablo (y lo dibuja San Jerónimo) con una expresión
muy significativa: el Niño recién nacido, que ni siquiera balbucea aún, está
sin embargo enseñándonos desde su solo haber venido a Belén. La expresión
latina: “erudiens nos” tiene una
fuerza inmensa, porque lo que nos enseña Jesús, el recién nacido, no es ya una
piadosa lección…, sino la lección magistral de quien es erudito, perfecto conocedor de una enciclopedia sin fin, que nos
tendrá que ir alimentando toda la vida…: tendrá que ir haciéndonos VIVIR…,
pasar de la “media noche” caótica del silencio sin Dios, a este día refulgente
que nos abra a la luz del Sol…, por la OMNIPOTENTE PALABRA DE DIOS, QUE
DESCIENDE DESDE EL SOLIO REAL DE LOS CIELOS, A NUESTRA TIERRA NECESITADA URGENTEMENTE
DE ESA PALABRA QUE NOS SALVA.
En este día final del año, no
sería de poca importancia dejar un tiempo a ese silencio que hace poder escuchar a Dios, que tantas cosas tiene
que decirnos aún desde su PALABRA…, su Palabra hecha hombre.
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