Honorabilidad para todos
los pueblos de España, que deben aglutinarse bajo el manto de la Pilarica.
Prosperidad a todas las
naciones y pueblos hispanoamericanos que celebran hoy su fiesta fraternal con
España.
LA EXPANSIÓN
DEL REINO
La liturgia de hoy nos es
favorable y exigente a quienes formamos el actual Reino de Dios, al que hemos
sido invitados gratuita pero no incondicionalmente.
Se abre con una descripción muy bella de Isaías (25, 6-10)
sobre ese sueño de Dios sobre su pueblo, al que ofrece un obsequio de manjares
y buenos vinos y rica mesa…, que se viene a concretar en un Dios que enjuga las
lágrimas de los hijos que Él ha llamado a ser dichosos en ese pueblo que Él se
ha elegido. Es todo el sueño de Dios sobre Israel.
Jesucristo ha venido a hacer real ese Reino privilegiado y
ha invitado a todos, con sus dirigentes al frente. Ha pasado Jesús su vida en
ese intento pero, al llegar sus finales en este mundo, habla a los jefes –sacerdotes
y senadores- y les pone una parábola que expresa la realidad que va a ocurrir.
Un rey celebra las bodas de su hijo. Organiza un gran banquete
e invita a todo su pueblo a acudir a ese banquete que encierra las mejores
viandas. Pero los invitados empiezan a excusarse uno tras otro y resulta que
todos tienen algo “más importante” que atender a la invitación que se les ha
hecho: uno porque se casa, otro porque tiene que probar una yunta de bueyes…, y
otros reciben a los emisarios de mala manera y los maltratan y apalean y hasta
matan a algunos.
El rey se indigna y opta porque otros criados se salgan de
los límites del pueblo, a las encrucijadas de los caminos –a los gentiles y
paganos, buenos y malos- y los inviten a pasar al banquete del hijo del rey.
Y la Sala se llenó de comensales. El banquete preparado
quedaba aprovechado y la fiesta se daba, aunque los primeros no habían querido
acudir.
El rey entró a saludar uno por uno a sus nuevos invitados y
he aquí que se encuentra con uno que no se ha puesto traje de fiesta. Recibió
la invitación y no tuvo la menor delicadeza de vestirse de fiesta, faltando al
respeto del rey y de los otros invitados. Y el rey no pasa de largo y le
pregunta cómo ha entrado así, de cualquier manera. Naturalmente no hubo respuesta.
¿Qué podía responder cuando no había tenido ni la más leve deferencia a
corresponder a la invitación con una digna vestimenta. Y el rey ordena a sus
criados que lo saquen de allí.
Y ahora, fuera de la sala, mientras los demás disfrutan,
vendrán los lamentos y el rechinar de dientes porque es menester ser demasiado
burdo para haberse presentado sin la menor consideración a un banquete de
amistad al que fue invitado sin ningún mérito propio.
El pueblo de Dios –los judíos- no acudieron. Tenemos el
privilegio nosotros –los gentiles- de ser invitados. Pero ya nos avisa Pablo
que no nos creamos tan de pie que no podamos fallar. Y no tenemos patente de
corso por el hecho de haber sido invitados. En cualquier caso, a la invitación gratuita de Dios hay que
acudir con todas las de la ley.
Y esto no deja de tener su aplicación en nuestras vidas
reales. Todos somos invitados al Banquete. Y la Eucaristía representa el punto
supremo de esa invitación. Pero no podemos acudir de cualquier manera. Más de
alguno se considera “bien vestido” porque no
hace daño, porque respeta al prójimo, porque cumple sus deberes cívicos, porque
“no roba ni mata” y “no tiene pecados”. Y se mete en el banquete sin reparar
que ese no es el vestido de fiesta sino el “de trapillo” de lo vulgar. Para
entrar dignamente en el banquete, hacen falta otras delicadezas con la persona
del Rey, con el respeto a los otros comensales. Sencillamente: el traje de fiesta hay que vestirlo, y no
se da por supuesto. Y eso tiene sus pasos sacramentales muy concretos, que son
previos a “colarse” de matute en el Gran Banquete.
Dado que el comentario salió más largo no he rematado la faena concretando a realidades que hoy serían de aplicación directa. Máxime cuando hay quienes –desde una cierta influencia pastoral- están sembrando ideas contrarias.
ResponderEliminarVayamos por partes:
Teológicamente el Sacramento de la Penitencia está instituido para restañar la ruptura de la amistad con Dios, la cual se produce por el pecado “mortal”. [“Mortal”, porque mata esa amistad].
El “plus” que la Iglesia pide “oficialmente” es que la confesión se haga al menos una vez al año, o antes, si espera peligro de muerte.
Pero “siete veces al día cae el justo”, dice la Escritura. Por tanto el Sacramento será muy provechoso para limpiar las manchas o rasguños de esas “caídas” que se suponen no graves ni mortales, puesto que se habla del “justo”.
De ahí la práctica secular de la pastoral de recomendar la CONFESIÓN FRECUENTE [entendamos, alrededor del mes, que es un período prudente para que no se nos vayan de la conciencia las realidades de pensamiento, palabra, obra y omisión].
Las razones de esa recomendación son: la ya dicha, de tener conciencia de lo vivido. La memoria es frágil y la conciencia SE ATROFIA de no usarla.
Y otra de no menor importancia: porque un cristiano no se conforma con “no pecar” sino por querer agradar a Dios. Y dado que se nos van muchos polvos a través de la vida diaria, la confesión frecuente ayuda a estar más sobre sí, a poder recibir algunas orientaciones y ayudas, a CONCRETAR ALGÚN PROPÓSITO, que dé valor al Sacramento que se recibe (que no es mera “acusación del pasado, sino SOBRE TODO, planteamiento creativo para el futuro).
Por tanto: hemos de considerar impropio de un pastor de almas el disuadir de la “confesión” o no dar la absolución” porque “no hay materia”. Porque la praxis secular de la Iglesia es mucho más rica que esa miopía que se reduce al “pecado mortal”.
Eso es también “complemento” del TRAJE DE BODAS de que nos habla el evangelio de hoy.
Querido P. Cantero:
ResponderEliminarDeseo dejar mi comentario fervoroso a sus interesantes trabajos diarios en este Blog.
Muy oportuna la ampliación que ha ofrecido hoy en su comentario aparte.
Deseamos para usted un gozoso día del Señor, domingo, y de memoria personal a la Virgen María Santísima del Pilar.
Desde Jaén le dedico un filial abrazo en Cristo.