Hoy es el día
de Santa Soledad Torres Acosta, fundadora de las Siervas de María, Ministras de
los enfermos
Hoy hace años que se inauguró el Concilio
Vaticano II, un tesoro para la Iglesia, que tenemos aún escondido bajo tierra.
Dichosos los
que escuchan la Palabra
San Pablo sigue argumentando
a los fieles de Galacia (3, 22-29): lo que da el mundo por sí mismo es pecado.
Y Dios –que está por encima de todo- “ha encerrado” (como en un inmenso saco) a
todo ese mundo para que Jesucristo lo eche sobre sus espaldas y lo llevara
hasta la cruz. Por eso, antes que Jesús viniera éramos prisioneros del pecado,
porque la ley se limita a presentarnos lo que es bueno y lo que es malo, pero
no puede ayudarnos. Es una niñera que acompaña, que puede regañar o puede dejar
contentos. Pero nada más. Cuando viene Jesús nos libra de ese régimen de “niñera”
y nos hace hijos que se relacionan con Dios POR LA FE.
Ya no estamos, pues, sometidos a la niñera; bautizados,
somos ya hechos hijos de Dios, incorporados a Cristo. Y –en Cristo- ya no hay
circuncisión o incircuncisión, leyes y mandatos, hombres o mujeres, sino que ya
somos uno en Cristo Jesús. Y
entonces ya queda todo bajo una nueva realidad: LA GRACIA de Dios, la fe, que
es acogernos a la herencia de hijos, a la gratuidad de la promesa de Dios: la
salvación.
Aquel día que la mujer del pueblo había observado el
episodio de los que atacaban y se mofaban de Jesús, diciendo que echaba los
demonios con el poder del demonio, y Jesús les argumentó lo absurdo de aquella
afirmación. Más bien tendrán que pensar que si Jesús echa los demonios –los grandes
enemigos de Dios- es porque en Jesús ha llegado al mundo el dedo de Dios, el
tiempo de Dios, la acción salvífica de Dios. No tenemos la reacción de aquellas
gentes que se reían de Jesús, pero el evangelio de hoy, el que sigue a aquel,
es el de una mujer del pueblo que se ha entusiasmado con Jesús, con la
respuesta de Jesús, con su razonamiento, su temple, su saber salir de aquellos
ataques y de aquellos desprecios.
En Lc 11, 22-28 una
mujer de entre el gentío levantó la voz, diciendo: Dichoso el vientre que llevó y los pechos que criaron…, una expresión
muy poética oriental para decir lo que un castizo diría entre nosotros: “Bendita sea la madre que te parió”, que
es el doble piropo que va directamente al hijo pero que se toma el agua desde
más arriba y se lleva hasta la madre, por aquello que de tal palo, tal astilla.
No negó Jesús ni un ápice de tal afirmación, sino que la
concretó en los motivos originarios de esa dicha y esa alabanza: Que más que el
hecho de su madre o de que Él hubiera respondido así a los que le atacaban, la verdadera
dicha es la de saber OÍR la Palabra de Dios, y PONERLA EN OBRA.
O sea: que el núcleo de toda dicha, la razón de toda
alabanza, la grandeza de alguien…, no está en relaciones humanas sino en la
medida en que se toma la Palabra de Dios, le lee u oye, se medita, se faja uno
con su enseñanza y llega a hacerse uno la práctica viva de esa Palabra (que
salió de la boca de Dios, y no puede volver vacía a Él, sino que tiene que ir
cargada de obras que se corresponden con esa Palabra.
Es el espejo que Jesús nos pone delante. Es la llamada que
nos hace. María es plenamente dichosa por su: Hágase en mí la Palabra de Dios”. Pero debe ser sólo el comienzo de
una cadena de nuevos “fiat” que nos hagan dichosos.
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