La dureza de
corazón
Las
Lecturas de hoy –[Jer7, 23-28 y Lc 11, 14-23]- ponen de relieve el gran fallo
de la dureza de corazón; ese que teniendo por delante la Palabra de Dios, la
presencia misma de Jesús, vuelve las espaldas a la evidencia y construye una
falsedad, por tal de seguir “en sus trece”. Es el prejuicio –y en definitiva,
la soberbia- lo que causa esa dolor de Dios ente un Pueblo que no escucha su
voz y que le vuelve las espaldas. “La
sinceridad de ha perdido”, concluye la 1ª L.
Y
si paramos atención en el Evangelio, ya no es sólo “no escuchar” sino
tergiversar hasta el absurdo, portal de negar la evidencia. No es sólo “haberse
perdido la sinceridad” sino haber tomado cara de ciudadanía la falsedad, la
mentira, la acusación gratuita.
¿Mucha
diferencia con el ambiente que estamos viviendo hoy? ¿No vemos repetido ese
aplastar la verdad con la ignorancia, la mentira, la calumnia…, para ensalzar
al hombre como el nuevo dios de cada alguien? ¿Y no se repite ese volver las
cosas tan del revés que el mismo Jesús Bueno quede a los ojos de la gente como
el “Belcebú” de hoy? Así profetizó Jesús que los finales serán peores que los
principios.
Están
pasando lentas aquellas horas de la noche, aunque fueran pocas las que Jesús
estuvo encerrado en la oscuridad de aquella mazmorra. Horas en las que la mente
de Jesús y sus sentimientos padecieron un dolor añadido. Lo ocurrido en aquellas
últimas horas vertiginosas desde la Cena, era un torbellino que abrumaba. El
sesgo que todo aquello llevaba era fácil de imaginar, y terrible de pensar. Y
cada minuto de aquel silencio era un tormento añadido, en una parte por lo que
podía venir encima; en otra, por lo que se había perdido en el camino: sus apóstoles
escandalizados; el desgraciado Judas, que andaría como alma en pena… Y los
otros discípulos y discípulas…, y su Madre… Bien sabemos que la imaginación es
una devanadera y caja de resonancia.
Cerca
de la hora del amanecer escuchó Jesús murmullo de hombres que se venían hacia
allí… Podía imaginar que era llegada la hora. Y en efecto, se abrió aquella
cárcel, y entre varios le ataron de nuevo y le custodiaron hasta la sala del
Senado. Le volvieron a desatar… Jesús se encontró ante Caifás…, Ante Anás,
agazapado ahora entre los 72 senadores. Entre ellos –quizás ni los viera Jesús-,
dos amigos y discípulos ocultos: José de Arimatea y Nicodemo. Todos los “ancianos”
del pueblo, que constituían la autoridad colegiada judía. Se hizo un silencio
al llegar el preso, y se clavaron en él las miradas.
Caifás
dio por abierta la sesión del juicio. Y con la intención de darle visos de
legalidad, aportaron testigos para declarar sobre Jesús (¡contra Jesús!), y la
verdad aquella pantomima resultó tan absurda e inconsistente que no dio juego a
los “jueces”. Jesús permanecía callado, ausente de toda esa mentira. Aquel
silencio molestaba. No había sabido ni querido “defenderse”. Y Caifás,
incisivo, le quiere sacar de su silencio: ¿No
oyes todo lo que dicen contra ti? En realidad había oído una farsa tan mal
montada que nada tenía que decir. Y eso exacerba al Pontífice, que se encuentra
sin argumentos.
Y
con la ilegal pregunta directa que llevara al preso a hablar, el juez se
convierte en acusador y-conociendo bien a Jesús, honrado a carta cabal y
profundo adorador del Dios de Israel- le pone en el brete de declarar bajo juramento que diga si él es Hijo
de Dios. Y Jesús ahí no puede seguir callando, porque –en aquel conjuro- iba la
misma gloria de Dios. Y Jesús responde: Sí lo soy. Y me veréis sentado a la derecha
de Dios. Era una bomba que explota en las manos. Hay un murmullo de senadores agitados
por aquella respuesta. Y Caifás, adelantándose a cualquier reacción, plantea su
acusación y su tendenciosa pregunta:
HA BLASFEMADO, ¿qué os parece?
Planteado así, la respuesta se imponía: ES REO DE MUERTE.
Ahora
bien: me ha dado por pensar si los 72 ancianos respondieron así. Por supuesto,
dos no. Nos lo dirá el evangelista más adelante. Pero entre 72, ¿no hubo nadie
que se planteara alguna duda? ¿No hubo nadie que pensara en su interior –viendo
a Jesús y habiendo oído hablar de Él- que podría ser aquello menos evidente de
lo que había pretendido hacerlo el Sumo Sacerdote? Poco podrían hacer, pero ¿no
es mucho más normal que, entre tantas personas de criterio, hubiera sus dudas
respecto aquel modo de llevar las cosas. Es que creo que la honradez que
alberga el corazón es capaz de saber
dudar…, ¡por lo menos! Y yo quiero pensar que lo mismo que Nicodemo y el de
Arimatea, habría algunos que eran afines con ellos, y que se quedaron muy
chafados con aquella situación que habían tenido que vivir. No se les dejó
mucha oportunidad de hablar ni, seguramente, hubieran podido hacerlo. Que no
hubiera servido, es claro.
Queda
la pregunta: ¿por qué permanecían sentados sobre aquel avispero? Posiblemente
por ese principio “sagaz” de que es mejor estar “dentro” y saber por dónde van
los tiros, que salirse y dejar de estar informados. De hecho, de los dos
discípulos ocultos podemos saber que aprovecharon su posición para poder solucionar
ante Pilato un tema que, de otro modo, no hubieran podido resolver.
Al
menos ellos no fueron los “duros de corazón”…, sordos a Dios.
El Evangelio de hoy, hace que me pregunte y cuestione qué me diría Jesús sobre la "distancia" a la que estoy del Reino de Dios (al escriba le dice que no está lejos, ¿qué me diría a mí?). Jesús simplifica todo. Hoy día que tendemos a a anteponer todo a Dios y dejarlo relegado a momentos/actividades puntuales, El nos indica el camino para el Reino de Dios.
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