Momentos
sublimes
La
liturgia cuaresmal vuelve hoy al tema de la oración, bajo la modalidad concreta
de oración de petición; una oración
en que el ser humano se siente pobre, inmensamente pobre, y sólo le queda que
extender la mano y suplicar. Esther presenta su plegaria confiada y angustiada
a Dios. Sabe que va a hablar “al león” (al rey, que hasta puede decretar su
muerte). Entonces sólo le queda la petición a Dios.
Y
Jesús enseña con insistencia de tres términos semejantes que a Dios hay que pedir,
que llamar a su puerta, y que buscar en ese fondo del Corazón
misericordioso. Y Jesús enseña que eso lo quiere Dios hasta el punto de que no
hay oración que quede vacía, porque el
que pide recibe, quien busca, halla, y al que llama se le abre. No dice Jesús
que equivalga a una maquinita de chiches, a la que se le echa una moneda y da
chicle. Sí dice que además del posible “chicle” que se pide, surjan dones
sorpresivos que dan algo mejor, en bien humano…, y hasta el mismo Espíritu
Santo que sobrepasa todo otro don y da algo mucho más enjundioso de lo que se
había pedido.
Cuando
Jesús se ha vuelto a la mesa, sobre su Corazón pesa una losa imponente. Ya ha
dado todos os pasos posibles para que Judas dé marcha atrás o acabe dando la
cara. Y en aquel silencio duro que se ha producido, Jesús acaba ya lanzándose a
provocar una salida de esa situación. Y pronuncia unas palabras generales que
dejan helados a los apóstoles: En verdad
os digo que uno de vosotros me va a entregar. Se hizo un silencio
sepulcral. Yo creo que no se atrevieron de momento ni a mirarse entre sí. Luego
miraban con recelo alrededor…: tenían al traidor a la vera… Y por fin surgió
una tímida pregunta, casi entrecortada: ¿Soy
yo acaso, Señor? Jesús achicó el círculo y dijo que era uno que mojaba el
pan en el mismo plato de salsa que Él. El dolor de aquellos hombres crecía en
medio del silencio tenso. Y Judas, con toda su cara de cemento, se dirige a
Jesús y pregunta: ¿Soy yo, acaso, Maestro? Sería para llorar. Y el Corazón de Jesús
lloraba. ¿Hasta dónde puede llegar la dureza de un hombre para estar allí en medio y en aquella actitud, que
casi es un desafío?
San
Juan, que pone siempre rasgos muy emotivos en su evangelio, habla de un discípulo amado del Señor, y con una
intimidad tan fuerte que llega a echarse
sobre el pecho de Jesús para preguntarle… Echarse sobre el pecho podría ser
un modo de amorosa muestra de cercanía, para decirle en ese instante tan duro: “Maestro,
no está solo”. También podía ser prudente posición que pudiera mantener el secreto: ¿Quién es? Y en esa intimidad Jesús
llega a dar la clave de identificación secreta, que nadie de los presentes pudo
captar: “Aquel a quien yo le dé una sopa
de pan”. El gesto en sí era una muestra de deferencia especial. Nadie
advirtió. Sólo Judas que sintió que le quemaba aquel detalle cariñoso, y como
alma que lleva el diablo, se sintió profundamente alterado. Vio Jesús aquel
semblante contorsionado, y con la delicadeza de quien ama hasta el final, le da airosa salida: Lo que has de hacer, hazlo pronto. Pensaron los demás que le hacía
algún encargo por ser quien llevaba la administración del grupo.
Hay
en Jesús un momento de silencio…, un no saber cómo reventar sus sentimientos… Y
al final, casi como gritando, dice una enigmática frase, reveladora de su más
interno sentimiento. De una parte es que ahora
siente paz…; peor es la espera que la realidad. ¡La suerte está echada! Se
ha dado ya el paso decisivo. Es también como el grito de la liberación de
aquella losa que le había oprimido. Y, finalmente, en el plano más profundo: Ahora Dios es glorificado…; ahora
desemboco en la redención, en el momento –sin vuelta atrás- de mi muerte, por
la que quedará saldada la deuda de la humanidad con el Dios del Cielo.
Pero
eso no quedaba tan a expensas de una traición. Era Jesús mismo quien tomaba la
iniciativa. Y centró su atención en la mesa. Los apóstoles, desconcertados
profundamente, lo miraban. Es que ahora mismo no sabían ni dónde estaban. Y no
es que van a salir de asombro, porque Jesús alarga la mano hacia un pan de la
mesa, lo bendice y da gracias a Dios, y lo empieza repartir entre los Once con
una palabra que les deja absortos: Tomas; comed: Esto es mi Cuerpo que se
entrega por vosotros. Ahora no era que otro le entregaba a la muerte.
¡Era Él mismo quien daba su cuerpo a la muerte! [=que ese el sentido de “entregar”]. Ellos comieron. Mi pregunta
íntima es: ¿se enteraron qué estaban haciendo? Y como estaban ya a la altura de
la última copa, Jesús echa en ella el vino, repite los gestos anteriores y les
va dando de beber, porque éste es el cáliz de mi Sangre de la NUEVA ALIANZA, que se
derrama por toda la humanidad. Volvieron a pasar de unos a otros
aquella copa y bebieron. Alguno más avispado vio que allí se estaba haciendo
algo muy importante; las palabras de Jesús habían relacionado “sangre”, “entrega”,
“alianza”…, y eso eran términos muy significativos… También alguien recordó
aquello: Quien coma mi Cuerpo y beba mi
Sangre, tendrá vida eterna… Algo entonces se cuchicheó respetuosamente,
porque se empezaba a vislumbrar algo muy serio. Y para acabar, y como un
encargo de continuidad esencial, Jesús les encargó: Repetid esto; y cada vez que lo
hagáis, anunciáis mi muerte hasta que yo vuelva… Aquello había sido más
de lo que aparecía…
Cuando oramos con las debidas disposiciones,Jesús nos oye siempre;también cuando pareca que calla.Quizá es entonces cuando más atentamente nos escucha.Quizá está provovcando ,con este aparente silencio,que se den en nosotros las condiciones necesarias para que el milagro se realice:que le pidamos confiadamente,sin desánimo,con fe.
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