NOTA: como el Papa está haciendo Ejercicios, las comunicaciones de ZENIT no traen la palabra del Papa. Por eso en estos días no transcribo de él.
Penitencia.
DOLOR en el alma
Hoy
se entra la pedagogía litúrgica en el tema de la penitencia como aspecto orientativo en la Cuaresma. Jonás, enviado
por Dios a Nínive cpn una misión amenazadora: Nínive será destruida por la mala vida de sus habitantes. Dios
utilizaba la táctica de un buen padre que amaga para no dar, pero no tiene más
remedio que hacerle saber a aquellas gentes que su modo de vivir va al desastre.
Los ninivitas se lo toman en serio y desde el primero al último se bajan de su
pedestal y entran en actitud de cambio y penitencia. Y Nínive se salva porque
Dios “se arrepiente de su amenaza”.
En realidad era lo que Dios había pretendido. Cuando Jesús llama a aquellas
gentes que tiene delante “generación
perversa”, que pide signos para creer, no está queriendo colgarles el “cartel”
de “perversos” sino recordarles el buen fin que tuvo el “signo
de Jonás”, porque el final fue el cambio de una actitud, y la salvación de unas
gentes que caminaban perversamente.
Jesús
sale de Betania. Emprende un camino que ya lo hace por última vez. Camino tenso,
de caminar con un lastre que pesa como el plomo. En Jesús, no sólo porque es
saber que va como cordero al matadero…;
en los grupos en que se han dividido los apóstoles porque no dejan de mirar de
reojo al Maestro y ven su semblante. Y en Judas, solitario, que no quiere
entrar en contacto con nadie, y que camina como alma en pena. Esto es lo que
más pesa en el Corazón del Maestro. También quisiera decirle a Judas: si siquiera ahora quieras reconocer lo que
te trae la paz…
Llegaron
a la ciudad. Jesús se dirigió derecho a la casa de aquel discípulo que tenía
todo preparado. Y Jesús quedó en el portal, dando paso a todos los amigos con
quienes iba a compartir aquel momento solemne. La sala atraía por su elegancia.
Todo estaba preparado: la mesa, los divanes, y en un lateral, el agua y
elementos de las abluciones; una palangana, una toalla, una jarra grande con
agua…
Jesús
se situó en su puesto y comenzó con unas palabras que dejaron callados a todos,
aunque más de un sentimiento particular dentro de cada pecho…, y con muy
distinto eco. Primero era el sentir del propio Jesús, que rebosaba de amor…
Siempre amó, pero ahora ese sentimiento le sale a los ojos…, le invade. Y con
ese ímpetu interior dice: He deseado
ardientemente comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer. Lo que quedaba
claro (y Judas podía tomar nota) es que Jesús no vivía engañado y sabía la que
se le venía encima. “Y os digo que ya no
volveré a sentarme a comer con vosotros hasta que lo haga en el Reino de Dios”.
En
ese rompe-piernas a que nos tienen acostumbrados los apóstoles, el renglón
siguiente tenemos a los susodichos discutiendo sobre quién de ellos es el mayor. Y Jesús tiene que bajar una vez
más a la arena –a la bajeza- de aquellos
corazones tan pequeños y expresarles que el
mayor es el que se pone al servicio. Y como Jesús enseña con los hechos, se
levanta de la mesa y se va al rincón de las abluciones. Sabe perfectamente que Él está siendo el enviado
de Dios para aquella obra…, y se quita la
túnica, se ciñe una toalla, prepara agua en la palangana… [¿Qué sensación
había en aquellos hombres? ¿Qué cosa tan extraña estaba haciendo el Maestro?
Miraban y no sabían qué era aquello. Y su extrañeza llega al colmo cuando
Jesús, en oficio de esclavo, se viene a los pies del que estaba más en el
extremo, y se pone a lavarle los pies. Aquel discípulo miraba a los compañeros como
pidiendo saber qué debía hacer… Estaban todos perplejos. Sólo en Simón había un
brillo de indignación en sus ojos… Judas “pasaba”…, o tenía en su pensamiento torvo
“aquel ridículo” que estaba haciendo Jesús…; precisamente lo que a él le había
bajado tanto de aquellas primeras ilusiones que se forjó sobre el poderoso
Jesús de Nazaret. Y se dejó lavar… Pero Simón ya no pudo más y al ver a Jesús
que viene a él, encoge los pies en el diván y dice decididamente: Jamás Ti me lavarás a mí los pies. Simón
ponía así punto final a aquel mal rato que estaba viviendo. Bueno: creyó haber
zanjado la cuestión. Pero Jesús le miró con toda su dulzura y su firmeza, y le
dijo: Si yo no te lavare los pies, no
tendrías parte conmigo. Aquello era una bomba que le estallaba a Simón en
las manos. Y estirando los pies y remangándose los brazos, se pone en el otro
extremo: Pues entonces lávame los pies,
los brazos y hasta la cabeza. No hacía falta. En el gesto de Jesús bastaba
con los pies. Además –aquí aprovecha Jesús en su intento de ablandar a Judas-, vosotros estáis limpios, aunque no todos. ¿Lo captó
Judas? Imagino que sí. Pero siguió
agazapado como quien sabe que tiene en sus manos la última baza.
Cuando
acabó aquel gesto, Jesús regresa a la mesa, y vuelve a su porte solemne: Me llamáis el Maestro y el Señor, y decís
bien, porque lo soy. Pues si Yo,
Maestro y Señor, os he lavado los pies, es para que vosotros os lavéis los pies
unos a otros. Éste es mi mandato: que os
améis unos a otros, como yo os he amado.
[Ni que decir tiene que aquí se nos vienen abajo a muchos los palos de nuestro
sombrajo. Porque ya es mucho amar y hacer lo que Él ha hecho… Pero hacerlo COMO
ÉL LO HA HECHO…, con el pecho saltándole de amor a ellos…, y al mismo Judas…,
eso ya es demasiado]. Pero ahí está. ¿Y
quién está sin pecado?
Pero
el mensaje litúrgico de hoy es LA PENITENCIA…, el cambio…
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