Las pasiones
fanáticas
Hoy
entramos en San Lucas. Queda atrás la narración de San Mateo. Y estamos un episodio
emblemático: la primera visita de Jesús a su tierra chica, el lugar donde se crió
y creció: Nazaret. Y lo hemos de imaginar con una ilusión expectante, porque
siempre es atractivo volver a las calles en que se desenvolvió la vida, pero
que ahora se ven desde una perspectiva tan diferente. Jesus pernoctaría en su
casa materna. Y tendría sabrosas conversaciones con su madre. Se contaron
muchas cosas. Había emoción en los dos. No sé por qué se me antoja que Jesús ha
llegado solo, sin acompañantes. Ni se les nombra, ni aparecen siquiera de
refilón.
Quedaba
el momento emocionante del sábado. Y allí se encaminaron madre e Hijo. Iban a
participar del oficio sagrado de culto judío. Y como Jesús ya venía envuelto es
cierta fama por cosas que habían trascendido y se sabían en el pueblo, el jefe
de la sinagoga invitó a Jesús a subir al estado, como el paisano que tenía
ahora una ascendencia mayor. Jesús sintió ilusión y escalofrío. Se encontraba
ante tantos conocidos y compañeros de fatigas en sus trabajos y en sus
corrillos de la Plaza.
Le
entregaron el rollo de Isaías en que estaba escrito: El Espíritu del Señor sobre mí; me ha ungido para llevar la buena
noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad y a los ciegos
la vista. Para dar libertad a los oprimidos y anunciar un año de gracia del
Señor. [Extrañamente Jesús había omitido un verso de aquel texto de Isaías,
lo cual llamó la atención a quienes sabían de memoria cada texto de la Escritura.
Venía dicho texto como anillo al dedo: una profecía rabiosamente mesiánica, con
la que Jesús abría brecha en su pueblo. Enrolló el pergamino, lo devolvió al
responsable, se sentó y todos los demás se sentaron a escuchar. Había benevolencia hacia el paisano,
admiración por el verso omitido. Y las miradas de todos clavadas en Él.
Y
comenzó Jesús: Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. Era decir a
las claras que la profecía se hacía realidad. Y como quien estaba en el estrado
y venía con fama de haber realizado ya algunas de esas profecías era Jesús, el
que estaba hablando, dejaba muy fácil de entender que era en Él en quien se
estaba realizando la Escritura, la
profecía mesiánica. O sea: Yo soy el Mesías.
Y
aquí surge esa voz disidente que revienta todas las expectativas. Esa voz que
se suelta y ya no se puede recoger. Esa voz que parece que no ha dicho nada
pero que ha emprendido la mecha: No es
éste el hijo de José? Un murmullo
empieza a escucharse entre los asistentes, que parecen como descubrir en Jesús
una impostura. Se corre aquella pregunta y cada cual aporta su propia experiencia
de años con Jesús en las calles, plazas y tajos de Nazaret. ¡Y va a venir ahora
como mesías…! Como si no tuvieran ya sabida esa cantinela de tantos otros que
se presentaron con esa mismo cantar… Y el murmullo se extendía. Jesús esperaba
que se apaciguase, pero ante aquella ola contraria, opta porm elevar la voz y
decir: Cierto que ninguno es profeta en
su tierra, y que me diréis: “Médico, cúrate a ti mismo”; haz aquí lo que dicen
que has hecho en Cafarnaúm. Así pretendió Jesús hacer entrar en razones a
aquel pueblo exaltado (Y a mí no se me va del pensamiento María, su madre, que
asistía entre las mujeres a aquel oficio sabático; ¿qué sensaciones estaría
teniendo?).
Jesús
dio ya un paso más que picara el amor propio de aquellos exaltados. “No aceptan
al profeta en su tierra…; ahí tenéis a
Eliseo, yendo a una viuda extranjera; o a Elías con el leproso gentil…
Pretendía Jesús hacer ver que se pueden perder puntos y que los profetas eran
al final escuchados fuera de los judíos. ¡No perdáis la oportunidad que os
traigio yo hoy!
Fue
peor el remedio que la enfermedad. Porque ahora se mostraron agresivos y Jesús
hubo de salir por piernas y echar a correr monte arriba para evitar las iras de
sus paisanos. ¿Cómo salió María? ¿Cómo intentó acudir a personas más afines o
más influyentes…? ¡Cómo sufría aquella Madre, que –además- creía plenamente a
su Hijo. Jesús corrió delante. Ellos concibieron la idea de –una vez que
llegara a la cima- despeñarlo desde allí.
Parte
porque no todos podían correr igual, parte porque con el espacio de minutos se
fueron enfriando los ánimos de los más mayores, parte porque la Virgen hacía su
labor…, a medida que subían fue mucho menor el número de los perseguidores. Y
más imberbes, con menos criterio y menor personalidad. Jesús se volvió de pronto hacia ellos y los
vio venir. Y los miró fijamente… Y se quedaron parados ante aquella mirada y
aquella figura de Jesús. Se detuvieron. Algo los paraba. Y entonces Jesús se va
a hacia ellos, pasa entre el grupo sin que nadie reaccione, y va pasando entre
los diferentes corrillos de gentes sin decir nada, y toma el camino de salida
del pueblo.
María
respira, a la vez que se queda con la espada en el alma. Jesús no se despide,
pero su gesto dice más que palabras.
El
evangelista, maestro para decir, nos expresa en un solo vocablo griego todo el
alcance de aquella situación: Jesús se alejaba. Y emplea un modo y
tiempo verbal que indica una acción que comienza y queda fijada sin vuelta
atrás. Jesús, de hecho, no regresó nunca más a Nazaret.
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