Las enseñanzas
sencillas de Jesús
El
evangelio está plagado de comparaciones, ejemplos de vida diaria, pequeñas
parábolas que sacaba Jesús de la vida ordinaria, y que tienen una belleza y una
fuerza expresiva que valen por un discurso. Hoy se ha fijado en los juegos y
las reacciones de los niños en la plaza, y ha visto allí una fotografía de la
realidad que viven los mayores. Los niños se echan en cara unos a otros que no
saben lo que quieren, porque ha salido un grupo alegre que toco músicas para
danzar con alegría, y los otros niños no han danzado. Se ponen a entonar cantos
tristes y los otros no han llorado. ¿Qué es lo que queréis?, es la pregunta
natural de unos niños que han quedado defraudados por otros niños que no saben
ni llorar ni bailar.
No
se ha fijado Jesús en balde en esa circunstancia de niños. Es que le representa
perfectamente la característica de aquella
generación de adultos, que no ha acogido a Juan Bautista porque su figura
hirsuta y sus modos mortificados los han echado a parte “del demonio”… Y llega
Jesús con tanta naturalidad que participa en ágapes a los que es invitado y
dicen de Él que es un borracho y comilón. Concluye Jesús: ¡Os habéis definido a vosotros mismos, que no sabéis lo que queréis!
¿Nos
resulta extraño ese hecho que ha dejado patente Jesús? ¿No hemos caído en tal
reacción más de una vez? ¿No hemos juzgado un mismo hecho objetivo con dos varas
de medir, según quien lo hace o según el momento? Con razón Jesús concluye
diciendo que se demuestra “la sabiduría” con esas diversas reacciones y
actitudes.
Engarza
muy bien esta “sabiduría” con la que Pablo aborda hoy un tema tan esencial como
el del amor cristiano. Porque hace caer en la cuenta de su época de niño en la
que pensaba como niño, juzgaba como niño, actuaba como niño. Después de todo a
los niños se les pueden permitir esas incongruencias. Se ven las cosas como en
un espejo…, reflejadas al revés…, con un conocer inmaduro… Pero cuando se llega
a la edad madura no pueden mantenerse infantilismos porque uno tiene que
empezar a captar las realidades con “ojos de Dios”.
¿Y
cuáles son los ojos de Dios? Los que están por encima del “yo creo”, “yo
pensaba”, “a mí me parecía”… Los que enfocan con la lente del AMOR.
Y ahora describe un amor que tiene unas características de firmeza que no se
reblandece por las contrariedades, que vive de la fe plena y la confianza plena
en la otra persona, y por tanto siempre echa las cosas a la mejor parte. Su
primera característica es ser comprensivo.
No sólo en el sentido de “comprender y disculpar” sino en el de “abarcar con
anchura de corazón”. De ahí que excluya todo lo que puede empeñarlo, desde los
celos al presumir, al ponerse por delante, al no dejar que otro pueda amar más…,
a la delicadeza, la educación, el respeto, el gozo porque el amado o la amada
puedan ser mejor amados por un tercero o por un cuarto. Y por supuesto ni sed
pasa por la imaginación llevar un zurrón de recuerdos negativos que se tiran en
rostro a la primera de cambio.
A
los novios les gusta mucho esta descripción. A los preparadores de los
cursillos prematrimoniales les es un recurso fácil…, una especie de leiv motive con ritmo de canción moderna
que lleva aparejado ya el éxito emocional de las parejas.
A
mí me causa esta lectura un escalofrío y un respeto imponente, y soy de los que
la preferirían menos manoseada en cada boda. Tiene demasiada enjundia y está en
un contexto demasiado serio para convertirla en un “himno al amor”. Yo preferiría que se situara en donde fue escrita:
una comunidad que no está siendo ejemplar; a la que se le ha tenido que
advertir seriamente sobre sus celebraciones de la Cena del Señor. A la que se
le ha recordado el núcleo de la institución como un sacrificio pleno de cuerpo
entregado a la muerte y sangre derramada…, que es lo que deben
rememorar esos que viven la Cena del Amor.
Y
que aún antes de las bellas enumeraciones del “himno”, San Pablo se ha esforzado
en aclarar el vacío de todo, por heroico y excepcional que sea, cuando lo que
no está siendo magma integral es el
amor. Ni hacer milagros, ni hablar lenguas de ángeles, no ser profeta, ni tener
toda la sabiduría del mundo…, son nada, ni construyen nada, ni significan nada,
si no se ha arrancado desde la fuente misma del amor. ¡Ah!: hemos llegado al
núcleo: sólo podemos hablar de amor cuando estamos conectados con LAS FUENTES DEL AMOR. Y esa fuente es
Dios, y ese fluir tiene que provenir de Dios, y el amor cristalino no deja
entremezclarse otro tipo de amor.
Y
ahora aquella comunidad corintia…, y cada comunidad humana (empezando por la
familiar y siguiendo por todas las demás), en tanto se constituye tal comunidad
en cuanto que su conexión con Dios deja manar el amor puro que no se da para
recibir, sino a fondo perdido. EL AMOR DEL ADULTO (sentido del ser perfecto, a la medida de Cristo) que ya
vive el mayor de los carismas, lo más grande de la vida que es el amor. El que
baila con el que canta, el que llora con el que está triste, el que se goza con
el bien del amado…, el que sabe quedarse –sin recelo alguno- en el segundo
lugar o tercer lugar. Porque el amor es verdadero cuando es desprendido, y la
paga más grande que tiene es la de AMAR.
¿Por qué no hay comentario del padre Cantero?
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