El amor de Jesús es
capaz de mantener el de los esposos cuando humanamente se pierde
Texto completo de la homilía del Santo Padre en la celebración
del sacramento del matrimonio de 20 parejas
14 de septiembre de 2014 (Zenit.org) - La prima Lectura nos habla del
camino del pueblo en el desierto. Pensemos en aquella gente en marcha,
siguiendo a Moisés; eran sobre todo familias: padres, madres, hijos, abuelos;
hombres y mujeres de todas las edades, muchos niños, con los ancianos que
avanzaban con dificultad... Este pueblo nos lleva a pensar en la Iglesia en
camino por el desierto del mundo actual, nos lleva a pensar en el Pueblo de
Dios, compuesto en su mayor parte por familias.
Y nos hace pensar también en las familias, nuestras familias, en
camino por los derroteros de la vida, por las vicisitudes de cada día... Es
incalculable la fuerza, la carga de humanidad que hay en una familia: la ayuda
mutua, la educación de los hijos, las relaciones que maduran a medida que
crecen las personas, las alegrías y las dificultades compartidas... En efecto,
las familias son el primer lugar en que nos formamos como personas y, al mismo tiempo,
son los “adobes” para la construcción de la sociedad.
Volvamos al texto bíblico. En un momento dado, «el pueblo estaba
extenuado del camino». Estaban cansados, no tenían agua y comían sólo
“maná”, un alimento milagroso, dado por Dios, pero que, en aquel momento de
crisis, les parecía demasiado poco. Y entonces se quejaron y protestaron
contra Dios y contra Moisés: “¿Por qué nos habéis sacado...?”. Es la
tentación de volver atrás, de abandonar el camino.
Esto me lleva a pensar en las parejas de esposos que “se sienten
extenuadas del camino”, del camino de la vida conyugal y familiar. El cansancio
del camino se convierte en agotamiento interior; pierden el gusto del
Matrimonio, no encuentran ya en el Sacramento la fuente de agua. La vida cotidiana
se hace pesada, y muchas veces “da náusea”.
En ese momento de desorientación –dice la Biblia–, llegaron
serpientes venenosas que mordían a la gente, y muchos murieron. Esto provocó
el arrepentimiento del pueblo, que pidió perdón a Moisés y le suplicó que
rogase al Señor que apartase las serpientes. Moisés rezó al Señor y Él dio
el remedio: una serpiente de bronce sobre un estandarte; quien la mire,
quedará sano del veneno mortal de las serpientes.
¿Qué significa este símbolo? Dios no acaba con las serpientes,
sino que da un “antídoto”: mediante esa serpiente de bronce, hecha por
Moisés, Dios comunica su fuerza de curación, fuerza de curación que es su
misericordia, más fuerte que el veneno del tentador.
Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, se identificó con
este símbolo: el Padre, por amor, lo ha “entregado” a Él, el Hijo Unigénito,
a los hombres para que tengan vida; y este amor inmenso del Padre lleva al
Hijo, a Jesús, a hacerse hombre, a hacerse siervo, a morir por nosotros y a
morir en una cruz; por eso el Padre lo ha resucitado y le ha dado poder sobre
todo el universo. Así se expresa el himno de la Carta de San Pablo a los
Filipenses. Quien confía en Jesús crucificado recibe la misericordia de Dios
que cura del veneno mortal del pecado.
El remedio que Dios da al pueblo vale también, especialmente,
para los esposos que, “extenuados del camino”, sienten la tentación del
desánimo, de la infidelidad, de mirar atrás, del abandono... También a ellos
Dios Padre les entrega a su Hijo Jesús, no para condenarlos, sino para
salvarlos: si confían en Él, los cura con el amor misericordioso que brota de
su Cruz, con la fuerza de una gracia que regenera y encauza de nuevo la vida
conyugal y familiar.
El amor de Jesús, que ha bendecido y consagrado la unión de los
esposos, es capaz de mantener su amor y de renovarlo cuando humanamente se
pierde, se hiere, se agota. El amor de Cristo puede devolver a los esposos la
alegría de caminar juntos; porque eso es el matrimonio: un camino en común de
un hombre y una mujer, en el que el hombre tiene la misión de ayudar a su
mujer a ser mejor mujer, y la mujer tiene la misión de ayudar a su marido a
ser mejor hombre. Ésta es vuestra misión entre vosotros. “Te amo, y por eso te
hago mejor mujer”; “te amo, y por eso te hago mejor hombre”. Es la reciprocidad
de la diferencia. No es un camino llano, sin problemas, no, no sería humano.
Es un viaje comprometido, a veces difícil, a veces complicado, pero así es la
vida. Y en el marco de esta teología que nos ofrece la Palabra de Dios sobre
el pueblo que camina, también sobre las familias en camino, sobre los esposos
en camino, un pequeño consejo. Es normal que los esposos discutan. Es normal.
Siempre se ha hecho. Pero os doy un consejo: que vuestras jornadas jamás
terminen sin hacer las paces. Jamás. Basta un pequeño gesto. Y de este modo
se sigue caminando. El matrimonio es símbolo de la vida, de la vida real, no
es una “novela”. Es sacramento del amor de Cristo y de la Iglesia, un amor que
encuentra en la Cruz su prueba y su garantía. Os deseo, a todos vosotros, un
hermoso camino: un camino fecundo; que el amor crezca. Deseo que seáis
felices. No faltarán las cruces, no faltarán. Pero el Señor estará allí
para ayudaros a avanzar. Que el Señor os bendiga.
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